Un suspiro.
Ligero. Apenas perceptible.
Pero bastó para devolverla del abismo.
Un escalofrío se deslizó por la espalda de Serena como una lengua invisible de fuego y hielo. Despertó envuelta en calor —no el del fuego—, sino uno más crudo, más real.
Un cuerpo.
Músculos tensos.
Una respiración contenida.
Piel contra piel.
Y ella… atrapada en medio.
Sus pestañas temblaron antes de ceder al despertar. La luz era tenue. Cálida.
Y lo primero que vio fue él.
Dorian.
Estaba inclinado sobre ella, apoyado en un codo, medio oculto por la penumbra. Su cabello revuelto, sus labios entreabiertos, su mirada…
Dios. Su mirada.
Ese azul imposible, profundo, como el mar en plena tormenta.
Y lo más peligroso:
Hambriento.
La observaba sin vergüenza.
Sin disculpas.
Como si hubiera estado horas así, memorizando cada centímetro de su piel.
Como si no supiera si besarla o pedirle perdón.
O ambas.
Los recuerdos tardaron en regresar. La tormenta. Sundar. Priya. Su… ¿desmayo? No sabía cómo, pero estaba viva.
Sin embargo, lo único que sentía real era Dorian.
Dorian, con su calor devorándola.
Dorian, con su aliento rozando su boca.
Dorian, con esa expresión que la desafiaba.
—Jensen… —su voz era grave y hermosa.
Serena tragó saliva. Su garganta estaba seca.
No sabía qué responder.
No sabía si quería responder.
Porque si hablaba, rompería el hechizo.
Porque si hablaba, Dorian la dejaría ir.
Pero… ¿qué quería ella?
Su mano se deslizó lentamente hasta su rostro, trazando un camino invisible sobre su mejilla.
Serena sintió un estremecimiento recorrer su columna.
Era cálido. Era demasiado cálido.
—Estás temblando… —murmuró él.
Serena no pudo responder.
No podía apartarse.
No podía respirar sin inhalar su esencia, su maldita esencia de tormenta y pecado.
Era su enemigo. Cuando acabaran la misión, cada uno volvería a su puesto para atrapar al otro. Así habían quedado.
La yema de sus dedos rozó el borde de su mandíbula.
Era un roce ligero.
Apenas un contacto.
Pero suficiente para que el aire entre ellos se volviera sofocante.
La piel de Dorian estaba caliente. Quemaba.
Y él lo sabía.
—Estás helada… —susurró, con un leve tono de burla en su voz profunda—. ¿Qué vamos a hacer con eso?
Serena sintió el rubor subirle al cuello.
Dorian era cruel. Un provocador nato.
Y, joder, lo hacía demasiado bien.
Él se inclinó un poco más, rozando su nariz con la de ella. No la besó.
Solo dejó que la anticipación se hiciera insoportable.
—Casi no puedo moverme… —susurró ella, como si aquel comentario fuese a bastar para crear un espacio entre ambos.
—No quiero que lo hagas.
Dorian deslizó los dedos por la curva de su cintura, despacio, como si quisiera memorizar cada línea de su cuerpo.
Serena jadeó, ligeramente.
No debería sentirse así.
No después de todo lo que él había hecho.
No después de Óscar, de la venganza, de la sangre que los separaba.
Pero en ese momento… nada de eso existía.
Solo estaban ellos.
Solo estaba su cuerpo encajando perfectamente contra el de él.
Serena entreabrió los labios, completamente perdida.
No recordaba la última vez que la habían mirado así.
Como si fuera lo único en el mundo.
Como si él estuviera perdiendo el control.
La tentación estaba ahí.
Palpitante.
Ardiendo.
Y no lograba moverse.
Porque en realidad, ansiaba ver qué pasaba si no lo hacía.
Dorian bajó la mirada a su boca.
Un segundo.
Dos.
Hasta que…
Sus labios se encontraron.
No fue un beso suave.
No fue un beso casto.
Fue lento, como una marea arrastrándola al fondo. Profundo. Con su lengua entrando en su boca sedienta y ansiando más de él.
Dios. Lo quería todo de él.
Acababa de despertarse y solo quería saciarse de él.
Dorian no la reclamó. La sedujo.
Su boca se deslizó contra la de ella con una ternura cruel, un roce que electrizó cada nervio de su cuerpo.
Sus grandes manos la atrajeron contra su pecho, y el contacto la hizo estremecerse con locura.
Estaba demasiado cerca.
Demasiado cálido.
Demasiado Dorian.
Él lo sintió.
Y sonrió contra su boca.
—Dorian… —susurró, entre jadeos.
Pero él no respondió.
Se limitó a deslizar sus labios por su mejilla, su mandíbula y su cuello.
Cada beso era un incendio prendido a propósito.
Sus dedos rozaron su cadera, sus labios apenas tocaban su piel… y se deslizaron hasta su pecho.
La estaba volviendo loca.
—Dorian… —repitió, pero su voz ya no sonaba como una advertencia.
Él sonrió contra su clavícula.
—Dilo otra vez.
Serena sintió un escalofrío, pero no de frío.
Él la estaba provocando.
Y lo peor era que lo estaba logrando.
Ya no había dudas.
No había culpa.
Solo él y ella.
Solo este maldito deseo.
Y entonces…
Todo se rompió.
🌹🌹🌹🌹🌹
Serena se separó de golpe, con un jadeo ahogado, y puso los ojos en blanco.
Dorian frunció el ceño.
—¿Qué…?
—Thorne… Dorian Thorne —murmuró, casi imperceptiblemente.
Lo que desconocía es que de alguna manera, había entrado en los recuerdos de Eleanora.
LONDRES
AÑO 1533
La noche era espesa, cargada de lluvia y ceniza.
Serena sintió el lodo pegajoso en sus botas—no, no eran sus botas. Eran los zapatos de Eleanora.
Su vestido negro ondeaba con el viento, empapado por la tormenta londinense, ajustado al cuerpo con la misma precisión con la que se ciñe la tela a una figura esculpida en mármol.
Y allí estaba él.
Dorian Thorne.
No el hombre que Serena conocía. Este Dorian aún tenía alma.