El amanecer apenas rozaba las laderas, tiñendo de un gris más claro la nieve que lo cubría todo. La cabaña quedaba atrás, envuelta en silencio, mientras Serena y Dorian avanzaban entre el frío denso y cortante. La nevada había cesado, dejando tras de sí un manto virgen que crujía bajo sus pasos.
Dorian caminaba a su lado, con el gesto tenso y la mandíbula firme, como si llevara algo a medio decir que se le atragantara por dentro. Tal vez lo hacía. Desde la noche anterior, apenas habían hablado. Todo se había vuelto incómodo para ambos.
Serena había evitado su mirada todo el tiempo que pudo, y él, por una vez, prefirió no insistir.
No le dijo que la había elegido.
No le dijo que había rechazado a Eleanora, que renunció a su inmortalidad, a su origen, por ella.
Porque no podía.
Porque decirlo en voz alta lo haría real.
Y si lo hacía real, tendría que admitir que Serena Jensen —su enemiga, la mujer a la que juró matar— era ahora lo único que no estaba dispuesto a perder.
Y eso era demasiado.
Demasiado íntimo.
Demasiado humano.
No quería pensar en los recuerdos.
Y, aunque intentaba no pensarlo, las preguntas seguían ahí, repitiéndose como un eco molesto al que no podía poner fin.
—¿Estás bien? —preguntó Dorian de repente, con una voz más seca de lo habitual, como si dudara de si tenía derecho a romper el silencio.
Serena notó cómo algo se tensaba dentro de ella, como si su cuerpo recordara antes que su cabeza todo lo que habían vivido.
No. No estaba bien.
Pero no iba a decírselo.
—Sí —mintió.
Dorian la miró de reojo, como si pudiera ver a través de su máscara.
—Ayer por la noche… —murmuró, como si eligiera sus palabras con cuidado— dijiste algo mientras estabas en trance.
Serena tragó saliva.
—No lo recuerdo.
Dorian entrecerró los ojos.
—Me llamaste «Thorne».
El aire se atascó en su garganta.
Él lo había notado.
—Mi apellido cuando era humano —continuó, con voz baja, como si estuviera probándola—. Solo Eleanora lo conocía.
Serena apartó la mirada y tragó saliva.
—No me acuerdo.
Dorian soltó una risa breve, sin humor.
—¿No te acuerdas? —se detuvo delante de ella y le agarró la muñeca con fuerza contenida, haciendo que lo mirara—. Dime de una vez cómo sabes algo que nunca te conté.
Su toque era caliente, demasiado caliente contra su piel helada.
Serena sintió su cuerpo traicionarla, y su respiración empezó a volverse inestable.
Dorian apretó los puños. La miraba como si pudiera abrirle el cráneo y leer lo que había dentro.
Como si exigiera respuestas que ni ella misma entendía.
Serena respiró hondo y apartó la mano de un tirón.
—No tengo tiempo para esto.
Dorian chasqueó los dientes.
—Joder, Jensen, ¿quieres decirme qué está pasando?
Pero antes de que ella pudiera responder, el bosque habló.
El crujido de la nieve a su alrededor.
Sombras deslizándose entre los árboles.
Parecía una emboscada.
Dorian lo notó primero.
Se detuvo en seco y Serena hizo lo mismo, mientras su mano se deslizaba instintivamente hacia el arma en su cinturón.
—Nos están siguiendo —susurró él, con tono amenazante.
Serena respiró hondo, tratando de localizar la fuente del peligro.
Y entonces, todo estalló.
El primer hombre que se dirigía hacia ellos arremetió contra Dorian con una daga reluciente. Pero él ya no era solo rápido, era letal. Con un giro seco de muñeca, le quebró el brazo y lo lanzó contra un árbol.
El crujido fue más fuerte que el grito.
Serena desenfundó su pistola al mismo tiempo que dos hombres la flanqueaban. Disparó a uno en el pecho —cayó—, pero el otro la desarmó antes de que pudiera girarse.
Rodó por la nieve, sintiendo el frío clavarse en sus huesos, pero ya estaba de pie antes de tocar el suelo.
Le soltó una patada directa al estómago.
Impacto limpio.
El enemigo retrocedió, jadeando.
Dorian se movía como una tormenta. Su revólver destellaba con cada disparo. Un enemigo intentó derribarlo por detrás. Error. Dorian le rompió la mandíbula con el codo y le hundió una bala en la pierna.
Serena giró justo a tiempo. Se movían rápido, con técnica y precisión. Pero cada golpe iba al brazo, o a la pierna. Nunca al cuello. Nunca al corazón.
Eran letales.
Pero estaban conteniéndose.
Un hombre enmascarado los miraba desde la distancia. Quieto.
Observando.
Calculando.
—Ese es el hombre que me llamó por mi nombre en la mansión de la fiesta de Sylvaine —le susurró Serena a Dorian.
—Lleva el emblema del Clan de Belladona. Son los mismos que nos atacaron entonces —respondió Dorian, posando su mirada sobre el misterioso enmascarado.
—Nos quiere vivos. No es una cacería. ¡Es una captura!
Y eso era un error.
Un enemigo que quiere capturarte tiene reglas.
Ellos no.
Serena se lanzó contra uno de los hombres, le quitó el cuchillo con una torsión brutal de muñeca y se lo hundió en el costado.
Rojo en la nieve.
Una mancha nueva.
—Nada mal, Jensen. —gritó Dorian, sin dejar de disparar.
—Cállate y pelea, Montrose.
Una media sonrisa cruzó su rostro ensangrentado.
Dorian ya estaba encima del siguiente, directo al cuello, con la fuerza exacta para noquearlo sin matarlo.
Cada enemigo que tocaba caía.
El hombre enmascarado seguía sin moverse.
Demasiado control. Demasiada frialdad.
Demasiada mentira.
Serena corrió hacia él, esquivó un golpe de refilón y lanzó una estocada al pecho.
El hombre la bloqueó con facilidad.
—No deberías resistirte. —dijo, con voz baja, como si le hablara a una amiga cansada.
—¿No? —replicó ella, con los dientes apretados—. Entonces no me conoces en absoluto. ¿Por qué me llamaste por mi nombre en la mansión?
Trevor inclinó la cabeza.