El Clan de las Rosas

62 | Final

Óscar.

El nombre golpeó la conciencia de Serena como un trueno seco.

Los mismos ojos.

La misma boca.

Una cicatriz nueva surcando su pómulo, como si el tiempo hubiera querido dejar constancia de su ausencia.

El mismo rostro que una vez sostuvo en sus brazos, empapado en sangre, bajo la lluvia de una ciudad que ya no podía pronunciar sin dolor.

No. No podía ser.

Pero lo era.

Serena dio un paso atrás. El suelo parecía derretirse bajo sus pies. Todo dentro de ella se comprimió hasta convertirse en un nudo asfixiante.

—No… puede ser… —susurró, con la voz rota.

Dorian no se movió.

No dijo una sola palabra.

Solo lo miró.

Y en sus ojos, había algo más que asombro.

Había furia.

Había fuego.

Y había miedo.

Porque Dorian lo había matado.

Lo había visto morir.

Y ahora… Óscar respiraba.

Una tormenta rugía dentro de él, oscura y afilada.

No.

No otra vez.

No iba a permitir que Óscar regresara para arrebatarle lo único que había logrado alcanzar.

—¡No lo permitiré!

Dorian se lanzó como un relámpago contenido demasiado tiempo.

Su intención era clara:

matarlo.

Esta vez, de verdad.

Sin fallos.

Sin testigos.

Pero Serena se interpuso.

—¡NO!

Su cuerpo chocó con el suyo.

Lo empujó con lo poco que le quedaba.

Dorian se detuvo en seco, con los dientes apretados y el pecho agitado.

La miró.

Y la vio.

Lágrimas.

Temblor.

Desesperación.

Y fue peor que cualquier puñalada.

—Sal de aquí, Jensen.

—No.

—Muévete.

—No voy a hacerlo.

Y ahí lo entendió.

Había elegido.

Y no era a él.

Dorian sintió un calor amargo escalar por su garganta. Celos.

No de la carne.

No del amor.

Celos de la memoria.

Celos de lo que él no podía ser.

Celos del muerto que aún vivía en sus ojos.

—No puedes hacer esto… otra vez… —susurró Serena, casi en un sollozo.

—¿Y qué quieres que haga, Serena? ¿Que lo abrace? ¿Que le dé la bienvenida?

—Déjalo vivir.

Dorian soltó una carcajada, seca, cruel. Una carcajada sin alma.

—¿Dejarlo vivir? —repitió con amargura—. Es mi enemigo. Y que yo sepa… no te debo nada.

Óscar, aún inmóvil, levantó la mirada.

—Yo no soy tu enemigo, Montrose.

—¿Ah, no? —Dorian clavó los ojos en los suyos—. Porque la última vez que te vi… estabas muerto. Porque yo te maté.

—Las cosas no siempre son lo que parecen.

—No digas eso con esa cara. —Dorian dio un paso hacia él—. Esa cara no es tuya. Esa cara es un maldito recuerdo que debiste dejar bajo tierra.

Serena lo sostuvo.

—Soy yo, Óscar… por favor… mírame.

Pero Óscar la miró confundido.

—Lo siento… No sé quién eres.

Las palabras fueron cuchillas.

Cortaron más de lo que Serena pudo soportar.

Dorian lo observó con atención.

Y entonces lo comprendió.

—Lucius. —murmuró, tenso—. Le ha borrado la memoria. Lo ha convertido en un muñeco. No sabe nada. No nos sirve para interrogarle.

Serena se arrodilló a su lado, tocó su rostro.

—Por favor… por favor… tienes que recordarme. Mírame. Óscar… mírame.

Pero él solo la miraba.

Como a una extraña que dolía.

Dorian los apartó, atando las manos de Óscar con una cuerda.

—Jensen, basta. Está vacío por dentro. Lo han vaciado para que no cante.

Serena sollozaba en silencio. No podía mirar a Dorian.

Solo podía mirar a él.

Y entonces… algo cambió.

Óscar la miró.

Y algo se quebró en su expresión.

Solo un segundo.

Sus dedos temblaron.

Su mirada se suavizó.

Como si algo hubiera golpeado desde dentro.

Como si una grieta se abriera en su prisión mental.

Dorian lo vio.

Y eso fue lo peor.

Porque no lo miraba a él.

Solo a ella.

Y en ese momento, Dorian lo entendió todo.

Nunca la había tenido.

Nunca.

Ni siquiera cuando estaba sola.

—Le sacaré la información. Déjame intentarlo. —susurró Serena, todavía temblando.

—No puedes. Lucius no lo permitirá.

—Confía en mí.

Dorian la miró. Lento.

Como si esas palabras fuesen una burla.

Confianza.

Esa palabra absurda.

Nunca se habían confiado.

Solo se habían necesitado.

Pero ahora… ahora ella quería salvar a otro.

Y él…

él sería su enemigo.

Dorian se apartó, dando un paso atrás.

Sus ojos buscaron los de Óscar.

Y por dentro, ardía.

No lo mató.

No esta vez.

No porque no pudiera.

Sino porque ella se lo pidió.

Dorian inspiró hondo.

Se giró.

No dijo nada más.

Solo caminó.

Con el medallón en su poder.

Con la rabia en la garganta.

Con el corazón podrido de celos y derrota.

—Has conseguido lo que querías, Jensen.

Ella no respondió.

—Nuestra alianza termina aquí. A partir de mañana… volvemos a ser enemigos.

Y se marchó.

La nieve lo tragó poco a poco, mientras el frío volvía a apoderarse del bosque.

—Dorian…

Pero ya no la escuchaba.

No podía.

Y Serena supo —con una certeza insoportable— que algo se había roto entre ellos para siempre.

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LONDRES

UN MES DESPUÉS

El ascensor descendía como si masticara acero oxidado, chirriando con cada nivel que dejaba atrás. Las luces parpadeaban en rojo sobre un interior agrietado, y el zumbido eléctrico parecía una advertencia.

Esto no era un lugar.

Era un descenso a la venganza.

Yoshiro se mantenía en silencio.

Quieto.

Frío.

A su lado, Alexander lo miraba de reojo. Medía su rabia como quien observa una tormenta que aún no ha tocado tierra. Había algo distinto en él. Más contenido. Más roto.

Más útil.

Cuando las puertas se abrieron, el aire cambió.

El Enjambre no era una base.




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