SHANGÁI
DOS MESES DESPUÉS
La ciudad brillaba con intensidad bajo la reciente lluvia.
Luces de neón teñían las calles mojadas en tonos violetas y carmesí. Cada destello era un latido. Cada sombra, una promesa de traición.
Desde la terraza del templo, el skyline de Shanghái parecía un espejismo: rascacielos envueltos en niebla, dragones de piedra que custodiaban la entrada, y el rumor constante del poder latente.
Serena se movía entre columnas de mármol oscuro, envuelta en una gabardina negra que apenas contenía el frío que sentía por dentro. El Clan del Loto le había concedido una audiencia con su líder, Long Wei. Un hombre tan enigmático como la historia de su linaje: descendientes de dragones dormidos, criaturas místicas convertidas en sombras desde que Lucius selló la magia.
Eran neutros. Ni aliados ni enemigos. Pero los últimos acontecimientos revelaban que habían dado un peligroso paso con el Clan Belladona.
Unos pasos resonaron tras ella.
No necesitaba girarse.
El aire se cargó de una electricidad familiar. Inevitable. Maldita.
—¿Sigues persiguiendo fantasmas, Jensen? —La voz de Dorian era un puñal envuelto en terciopelo.
Ella cerró los ojos un segundo.
—¿Y tú sigues espiándome por la espalda? —replicó, sin girarse.
—Me gusta la vista —dijo él, y cada sílaba le acarició la nuca como una amenaza íntima.
Cuando Serena se giró, él ya estaba demasiado cerca. La lluvia le resbalaba por el cabello mojado, por la mandíbula afilada, por los labios que sabían demasiado bien cómo besar y cómo maldecir.
—Esto no es Londres, Montrose. Aquí no eres nadie —murmuró.
Dorian sonrió, despacio.
—¿Y tú sí? Sé que me estás ayudando a encontrar a Lucius para recuperar la memoria de tu precioso traidor.
—Él no es un traidor.
—¿En serio? ¿Simular su muerte y dejarte plantada durante nueve años para irse con los magos no es de traidor? Al menos tenemos algo en común. Porque a mí me hizo exactamente lo mismo.
La mandíbula de Serena se tensó.
—No es asunto tuyo.
—¿No? —dio un paso, invadiendo su espacio como si le perteneciera—. Pero aun así estamos aquí, juntos. En este nido de dragones castrados. Nos necesitamos mutuamente, Jensen, aunque no quieras admitirlo.
Su tono era puro veneno. Puro deseo.
Serena alzó la barbilla. Su boca estaba a un suspiro de la suya.
—No confundas necesidad con estrategia.
—¿Y cuál es la estrategia ahora?
Habían volado por separado, ella desde Londres y él desde París, en cuanto sus informadores le confirmaron lo impensable. Adriano Romano, hijo de Lucius, iba a casarse con Lan Wei, la hija del líder del Clan del Loto.
Un pacto sellado en anillos y mentiras.
Dorian nunca lo habría imaginado.
Siempre se había llevado bien con el Loto.
Creía que compartían causa.
Creía que querían romper el hechizo, no perpetuar alianzas con quienes lo conjuraron.
Por eso pidió audiencia con Lan Wei.
Para intentar evitar el error.
Para impedir la unión.
Para detener lo inevitable.
Pero nada de eso servía para calmar lo que hervía dentro de él.
Y lo que hervía… era ella.
Su mirada era una provocación.
Un muro.
Una herida.
—No puedo soportarlo. —murmuró Dorian, apenas audible—. Ver cómo lo miras. Ver cómo sigues luchando por él. Tú misma me dijiste que volvió con Lucius a pesar de que estuviste cuidándole.
—¿Y qué esperabas? —Serena alzó la voz, furiosa—. ¿Que lo abandonara? ¿Que fingiera que no importa? Tú hubieses hecho lo mismo por Eleanora.
El nombre encendió algo dentro de él.
Pero no respondió.
Ella lo vio.
Vio el temblor.
—¿Qué quieres de mí, Dorian? —dijo, en voz baja. Dolida. Exhausta.
Él no contestó.
Solo la agarró del brazo.
Fuerte.
Demasiado.
—Suéltame.
No lo hizo.
«Te elegí» pensó.
«Te elegí a ti, Serena.
Por encima de ella.
Por encima de todo.
Y aun así… no soy capaz de decírtelo.»
«Porque soy un cobarde.
Porque prefiero perderte antes que entregarte mi verdad.»
Ella lo empujó con el hombro.
—No me eches en cara que quiera ayudar a quien amo. Tú hubieses hecho lo mismo.
Sus palabras eran una lanza.
Y Dorian sangró por dentro.
Porque sí.
Lo habría hecho. Por Eleanora.
Pero no fue eso lo que hizo.
Él la eligió a ella.
A Serena.
Y nunca se lo dijo.
Dorian cerró los ojos un segundo.
Soltó su brazo.
Ella no le agradeció el gesto.
Él dio un paso. Un paso que quemaba.
—Lo que hay entre nosotros… es inútil negarlo —insistió él.
El mundo pareció detenerse un segundo.
Serena no lo negó.
No bajó la mirada.
No fingió ignorancia.
Pero tampoco cedió.
—No es posible, Dorian.
Su voz era firme.
Su dolor, aún más.
—¿Por qué? —susurró él.
Ella lo miró como si no pudiera evitarlo.
—Porque si caigo… me odiaré a mí misma.
El temblor le llegó a los labios.
—Porque no te perdono por lo que le hiciste a Óscar.
Si permito que ocurra algo entre nosotros, no podré sobrevivir a ello. Lo que hubo… necesita morir. Igual que murió él.
Necesito enterrarlo. Todo.
Incluyéndote a ti.
Se giró.
Y avanzó hacia el palacete con paso firme.
La entrada del Clan del Loto era un espectáculo en sí misma:
Pilares tallados en jade.
Farolillos antiguos temblando bajo la brisa.
Un silencio contenido que no era paz.
Cuando cruzaron el umbral, el recibimiento no fue como esperaban.
No había bienvenida.
No había diplomacia.
Solo hombres.
Muchos.
Uniformados.
Armados.
Y entre ellos… las insignias del Clan Belladona.
El corazón de Serena dio un vuelco.
El de Dorian, se endureció.
Las puertas se cerraron tras ellos con un crujido antiguo.