Camino en terreno desierto, vagamente conocido. Perdida en lo más recóndito de mi subconsciente. Rodeada de fragmentos de mi pasado y teorías sobre mi presente. Tengo que descifrar cuál será su siguiente movimiento.
—Escúchame, ¿qué sigue ahora? —pregunté, y extrañamente nadie respondió. Ni siquiera esa irritante voz que últimamente mostraba tener aún más control sobre mis pensamientos—. ¿Será felicidad, tristeza, enojo, miedo? ¿Cuál de ellos existió primero?
—Ninguno —contestó finalmente—. El dolor pavimenta el suelo por donde todo camina. Mueve las montañas, develando el camino, y te despierta de los sueños de los que te rehúsas a despertar.
¿Quién soy ahora?
Consciente de lo dramático que suena, aún sostengo que las cosas parecen estar fríamente calculadas solo para verme destruida. Luchando una batalla contra algo que no conozco y que todavía no lograba entender. Sufriendo una constante agonía de total ignorancia sobre todo lo que me rodea, algo que aborrezco con toda el alma. Y sí, es algo contradictorio, ya que la ignorancia es la base de toda la humanidad, de la existencia misma. Prácticamente estar rodeados de incógnitas y espacios vacíos que buscamos desesperadamente llenar, y ni siquiera sabemos por qué.
Y así, sin darme cuenta, caí en la telaraña que la rutina había estado tejiendo con tanta paciencia, descubriendo, a través del cristal de mi ventana, cómo algo tan simple como el caer de la noche podía volverse todo un espectáculo. Irónicamente, era el momento en que me sentía más despierta; mi cabeza nunca dejaba de pensar, siempre alerta e inoportuna. Guardando bajo la manga esas preguntas, ideas y pensamientos absurdos que insistía en recalcar.
¿Por qué tenemos que morir?
Curiosamente, era la única pregunta que me permitía analizar con total libertad. El concepto de la muerte siempre me había parecido absurdo: aquel final, esa caída. ¿Qué sentido tenía otorgar vida y luego arrebatarla? Rechazaba las leyes naturales de la existencia y, sinceramente, no me sentía parte de ellas.
Por ahora, caminaba a través de la oscuridad, abriéndome paso entre las sombras. Convenciéndome de que tenía que convertirme en eso que tanto necesitaba, aunque eso significara romperme en mil pedazos para poder encajar las piezas en otro lugar. Creía que todo lo que estaba pasando era solo el producto de una pesadilla de la que probablemente aún no había despertado. Preferiría que fuera así. Cualquier cosa era mejor que vivir sabiendo que moriré a manos de mí misma, a la espera de que la mente finalmente me traicione y me guíe hacia esa caída final de la que tanto huyo.
28 de noviembre de 2021.
—Atrhova —su voz llamó la atención de todas en la sala, incluyéndome—. ¿Algo que quieras compartir el día de hoy? Estoy segura de que a tus compañeras les interesaría saber qué es lo que pasa por tu cabeza.
—Sí... claro —murmuró sentada junto a mí, mordiendo agresivamente sus uñas.
—¿Disculpa? —respondió incrédula.
—A ninguna le importa una mierda nada de esto.
En un intento por conservar la postura, la mujer se limitó únicamente a agudizar el tono de su voz.
—Voy a pedirte que no uses ese vocabulario. En este lugar nos dirigimos a los demás con respeto.
—¡Esto es ridículo! Algunas aquí ni siquiera saben dónde están, están tan drogadas que podrías insultarlas en la cara y no se darían cuenta —contestó, señalando a una chica frente a ella, haciéndome reír enseguida.
Algo que, obviamente, no le gustó a la coordinadora, quien nos invitó amablemente a retirarnos del lugar.
Llené de aire mis pulmones y comencé el recorrido, ignorando los balbuceos de pacientes que salían al patio, sintiendo un poco de lástima por ellos. Me pregunto si alguna vez yo iba a estar así: presa en mi propia cabeza, incapaz de conservar algo tan vital como la cordura.
—Llegaste algo antes —soltó sin siquiera verme, dándole un sorbo al café mientras ojeaba unos papeles—. Espero que este tipo de cosas no se conviertan en costumbre.
—Hoy tenía sesión, así que da lo mismo —me dejé caer sobre uno de los pequeños sillones del consultorio, pasando la mano por el plástico que aún los cubría. El doctor ni siquiera se había tomado la molestia de quitarlos.
—Sí, a las seis de la tarde. Todavía faltan dos horas.
—Es mi culpa. Es lo que obtengo por venir a esas estúpidas reuniones —dije, llamando su atención.
—Las sesiones en grupo han ayudado a muchas chicas, Victoria. Las impulsan a socializar, a empatizar con el otro, a entender que no están solas en esto —suspiró, pasando la mano lentamente por su sien—. Tienes que entender que lo único que queremos es ayudarte.
—Lo sé, es solo que aún no me acostumbro a todo esto —contesté, jugando con el anillo en mi mano, moviéndolo de un lado a otro—. No lo sé, me siento como si...
—¿Cómo si te estuvieras volviendo loca?
—No —respondí al instante—. Como si estuvieran tratando de convencerme de que lo estoy.
—La negación es algo común. A pesar de eso, tus síntomas y los resultados de los análisis fueron bastante claros.
—No necesita recordármelo... Aún no se siente del todo real, eso es todo.
¿En qué momento había perdido la guerra contra mi cabeza? Nunca me había traído problemas que no fuera capaz de resolver sin ayuda.
No comprendía en qué momento todo se me había salido de las manos, al punto de atacarme con recuerdos que ni yo misma sabía que tenía. Todos y cada uno de mis errores regresaban de vez en cuando a recordarme que no importa a dónde vaya, ni lo que hiciera, siempre sería la ingrata que le dijo "te odio" a su madre porque no la dejó beber alcohol a los quince años.
¡Qué ridículo!
Hablamos de errores que todos cometimos a lo largo de la vida, estupideces que más de uno hizo. Sorprendentemente, a pesar de ser consciente de la poca importancia que esto tenía, era casi imposible evitar que me afectara.