El eco tenue de aquellos días sacudió mis pensamientos. No me enorgullecía de lo vivido, pero mentiría si dijera que estaba arrepentida. Eso pensé al observar cómo una mujer devoraba su hamburguesa, como si el mundo se redujera a ese instante. Reflexioné en silencio, con una chispa de alivio encendiéndose dentro de mí al recordar lo bien que se sintió salir de ese lugar... uno en el que yo misma me había encerrado. Ahora es solo una memoria lejana, pero hace unos meses fue una pesadilla viva. La ansiedad despertaba conmigo cada mañana y se acostaba a mi lado cada noche, sofocándome con voces que balbuceaban y susurraban incoherencias. Corrompían mi autoestima, quebraban mi voluntad. Me arrinconaban, me empujaban al abismo, y yo, desesperada, buscaba una salida. Una distracción... un atracón.
—¿Victoria? —chasqueó los dedos—. ¿Está todo bien? Te noto muy distraída.
Asentí, abriendo una bolsa de frutos secos.
—Sabes... —Úrsula alargó la palabra—. Últimamente siento como si estuvieras en otro lugar. Es decir, estás aquí, pero tu cabeza está en otra parte.
No fui capaz de responder al instante. Me aterraba aceptar que tenía razón.
—Tal vez sea cierto —respondí con una media sonrisa—. Perdóname, sé que no he sido yo misma estos días.
—¿Quieres hablar de eso? —dijo y se sentó a mi lado.
Suspiré. ¿Por dónde podría comenzar?
—Todo se ha vuelto más extraño —confesé—. No lo sé... no creo que esto esté funcionando.
—Podrías hablar con el doctor. Tal vez aumente tu medicación.
—¿Otra vez? —solté de mala gana.
—Tal vez deberíamos buscar una segunda opinión. Podría ponerme a investigar.
—Ya no importa.
—¿Ya no importa? —dijo, algo molesta—. Esto no es algo que puedas resolver ignorándolo.
—¿Qué otra opción tengo? He estado meses en terapia, ahogándome en pastillas, tratando de convencerme de que todo está bien, que todo está funcionando, cuando no es así.
Podía engañar a los demás, pero no a mí misma.
—¿Qué fue lo primero que te dije cuando nos conocimos? —preguntó de repente.
—¿Esperas que recuerde eso?
—Inténtalo.
—¿Qué tiene que ver con todo esto?
—Deja de hacer preguntas —contestó, sacudiendo mi hombro—. Solo hazlo, trata de recordar.
No hacía falta que lo hiciera. Sabía bien a qué se refería.
—A veces necesitamos rompernos para aprender a sanar —dije, y ella sonrió ampliamente.
—Sé que todo es una mierda ahora, pero tal vez era lo que tenía que pasar. Cosas como esta no les suceden a personas que no sean capaces de superarlo.
—En serio quiero mejorar —confesé de repente—. Úrsula, lo necesito. Pronto me iré de San Francisco para ir a la universidad, y tengo que ser capaz de lograrlo sin tener algún maldito incidente.
—Entonces hay que hacer algo que normalmente no haríamos.
—¿Cómo qué? —la miré confundida—. No me voy a suicidar.
—No... —respondió molesta—. Presta más atención. Intenta entender qué es lo que tu cabeza intenta decirte.
—Estoy enferma, Úrsula. Mi cabeza no está tratando de decirme algo, simplemente no funciona como debería.
—No es tu enemiga —sacudió suavemente mis hombros—. Por una vez en tu vida, deja de cuestionar todo y solo déjate llevar.
—Suenas como un instructor de yoga —dije entre risas.
Seguramente piensa que no la estoy tomado en serio, pero, de hecho, siempre lo hacía. Úrsula era la única persona que podía comprenderme por completo. Solo ella era capaz de ponerse en mis zapatos y reconocer exactamente a qué me refería.
—Solo... sigue tu instinto —insistió.
¿Será cierto?
No iba a encontrar paz evitando la vida, aunque en realidad ya lo había intentado todo: desde tratar de entender hasta forzarme a olvidar. Mi mente, poco a poco, va desgastando hasta la última fibra de cordura, alimentándose de todo lo bueno que alguna vez construí.
Estaba cansada. Quise imaginar que era mucho más de lo que mi cabeza me hacía creer. Anhelaba conseguir calma en medio del caos. Y me perdí. Perdí toda mi esencia, todo lo que era. Cada parte se desvanecía frente a mis ojos y no había nada que pudiera hacer para evitarlo.
Desde el diagnóstico, mi vida no volvió a ser la misma. Y si me detenía a pensar, nada había cambiado realmente. Tal vez no era el mismo escenario, pero sí la misma situación. Tenía nuevas armas, pero seguía luchando contra el mismo problema. Solo que antes apestaba a vómito y decepción.
¿Cómo sano una herida que se esfuerza en permanecer abierta?
Necesitaba desesperadamente idear una forma de recuperar lo que alguna vez fui, porque prefería mil veces recordarme que no reconocerme.
Tres meses atrás.
— Esquizofrenia, depresión, trastorno por estrés postraumático, ansiedad, trastorno de despersonalización y desrealización, entre otros posibles diagnósticos.
Titubeé por un instante. Tenía que ser un error. Era absurdo. Sabía que no estaba del todo cuerda y era consciente de que no era la persona más normal del mundo, pero tampoco imaginé que mi comportamiento fuera el resultado de una serie de enfermedades mentales de tal categoría.
—¿Estrés postraumático? —preguntó mi madre al borde de las lágrimas.
—Sí. Creemos que se debe a la presencia y/o participación de su hija en peleas, discusiones o momentos nada apropiados en su relación desde una temprana edad.
—No creo que eso me haya afectado realmente.
No había justificación, lo sé, pero no juzgaba a mis padres, ambos cometieron errores. Al tener padres jóvenes, corres el riesgo de tener que madurar al mismo tiempo que ellos.
—¿Cómo podemos ayudarla? —dijo mi padre.
—Comenzaremos con la medicación y voy a pedir verla más seguido para un seguimiento —respondió—. Tranquilos, ella estará bien.
La realidad me golpeó con tal fuerza que me quedé paralizada, incapaz de reaccionar. Todo lo que estaba sucediendo parecía una película distante, un sueño del que no podía despertar. ¿Cómo podía ser real?