Era una mañana de verano... la última de su vida. Aunque en aquel momento, ni siquiera ella lo sabía. ¿Cómo podría haberlo imaginado? Espera... ¿eso que resbala por su frente es sangre? Me pregunto si era suya. El sol encendía el brillo de sus ojos: ojos llenos de rabia, de sed por una justicia poética que estaba decidida a reclamar, sin importar el precio. Tomó ambas espadas, una en cada mano, y corrió hacia él con furia ciega, con la única intención de matarlo. Pero cuando las armas chocaron, el mundo pareció detenerse. La luz se desvaneció. Y entonces, solo quedó ella... su cuerpo sin vida tendido en el suelo, como el punto final de una historia que ardía por vengarse.
—Dilo... —habló detrás de mí. Nuestros ojos se encontraron; su expresión era fría y desinteresada, como de costumbre.
—¿Que diga qué, exactamente?
—Su nombre —respondió, apuntándola.
—¿Eres tú?
—¿Eso piensas? —negué casi por reflejo. No sabía por qué, pero estaba convencida de que no se trataba de la misma persona—. Es la hora. Se acerca el momento en el que camines hacia tu destino.
—Basta... No estoy de humor para escuchar tus adivinanzas.
—Ya es tiempo —ignoró por completo mis palabras y comenzó a caminar en la dirección opuesta.
—¿Ya es tiempo? ¿Tiempo de qué? —pregunté mientras se alejaba—. ¿Puedes decirme al menos tu nombre?
—Tú sabes mi nombre, Victoria.
Un golpe de realidad hizo zumbar mis oídos, un breve instante de luz que me incitó a pronunciar un nombre.
—Skylar...
Agitada, desperté dándome cuenta de que solo había sido un sueño, uno que se había repetido varias veces en las últimas semanas.
Skylar.
Soñar con ella se había vuelto una costumbre, un mal hábito, una inusual rutina que ya había normalizado. Repetía una y otra vez que no debía sobrepensar algo que era producto de mi imaginación, que nacía de un sueño, pero a veces no podía evitarlo. Algo en ellos se sentía extrañamente familiar, como transportarme a un lugar en el que ya había estado antes.
Las palabras de Úrsula hacían eco en mi cabeza: Déjate llevar. No conocía exactamente el significado de dejarse llevar. Tal vez era algo así como desconectar la mente por un momento y ver a dónde te lleva. Con esa idea en la cabeza, me recosté y traté de relajarme.
—Jamás lograrás nada si no estás realmente convencida de que puedes hacerlo.
Su voz había sonado tan clara que me hizo sobresaltar. Encendí la luz, y ahí estaba, parada junto a mi cama. Skylar.
Genial, más alucinaciones. Ambas, éramos alarmantemente idénticas, eso estaba claro. Solo que, a diferencia de mí, ella no era muy simpática que digamos. Eso, y que su cabello castaño llegaba hasta la mitad de su cuello.
—¿Qué quieres?
—Recuéstate de nuevo y concéntrate en mi voz.
—¿Acaso piensas matarme? —bromeé, y ella negó.
—Si fuera a matarte, ya lo habría hecho, ¿no te parece?
Aquello no me había causado ninguna gracia.
—Eso no me hace sentir mejor —respondí.
—Solo acuéstate y respira profundamente —exigió—. Piensa en todo lo que recuerdes de los sueños, imagina cada cosa que viste, todo lo que te hizo sentir.
No tan convencida, respiré profundamente y traté de recrear todo de nuevo. Todas esas emociones, cada color, cada sonido. Todo era clave para volver a montar los escenarios en mi cabeza.
—Recuerda todo. Cada vida, cada muerte —dijo—. Acuérdate de cada una de ellas. ¿Cuáles eran sus nombres? ¿Cuáles fueron sus historias?
Su voz se hacía cada vez más fuerte; sus palabras impactaban como piedras cayendo sobre mi cabeza. En consecuencia, mi cerebro comenzó a arrojar fragmentos: caras que no conocía, nombres que nunca había escuchado y lugares en los que jamás había estado.
Me mostró dolor, soledad, impotencia y horror. Todo al mismo tiempo, obligándome a revivir todos esos sentimientos que estaba convencida de que no eran míos.
—Déjalo salir —susurró a centímetros de mi rostro, causando que me estremeciera al instante.
Todas esas emociones comenzaron a escapar de mí. Era como si la energía estuviera presionando contra mi cuerpo para poder salir de él. Se que era mi imaginación, pero sentía cómo todo a mi alrededor comenzaba a sacudirse. Mi cabeza no dejaba de proyectar, de recordar, llevándola hasta un punto en el que se saturó por completo.
Y de repente, más rápido de lo que empezó, la calma había terminado con aquel episodio en el que mi cuerpo y mi cabeza se unieron en uno solo, mostrando así, una fuerte luz en el centro de la habitación, que succionaba todo lo que estaba cerca.
—¿Eso es normal? —pregunté al abrir los ojos.
Ella ya no estaba. La ausencia de su presencia me golpeó como un vacío imposible de llenar. Sin pensarlo más, me acerqué a lo que parecía un portal: una abertura en el tejido mismo de la realidad. Los colores brillaban con una intensidad sobrenatural, tan vivos y magnéticos que parecía que te llamaban, que te incitaban a cruzar, a rendirte a su seducción. Lo observé por un par de segundos, la mente luchando con la razón y el impulso. Sabía que, si lo pensaba demasiado, nunca lo haría. Así que, sin más, di el paso. El destino no espera. Y menos en los sueños tan alocados como estos.
Instantáneamente, me encontré en lo que, a simple vista, parecía la terraza de un rascacielos, o al menos eso pensé al principio. Pero al alzar la mirada, la verdadera magnitud del lugar se reveló ante mis ojos. El cielo era un lienzo de tonos morados, salpicado de destellos rosa que parecían bailar con cada resplandor de las estrellas. Las constelaciones se desplegaban por todo el plano, pero lo que realmente dominaba el firmamento eran dos lunas que se alzaban imponentes: una de ellas, de un blanco plateado; la otra, un reflejo suave de tonalidades azules y lilas, como si ambas compitieran por ser las protagonistas del cosmos.
El aire, fresco y ligeramente perfumado por una vegetación exuberante que rodeaba el lugar, fluía suavemente. Entre las plantas, algunas de hojas enormes y flores que brillaban tenuemente, se encontraba un edificio colosal, a una altura que hacía que el horizonte pareciera un mar interminable de colores etéreos y surrealistas. Era la única estructura a la vista, con un camino de piedra que se entrelazaba entre arbustos y pequeños árboles. La altura del lugar me hacía sentir diminuta, como si estuviera en la cima de un mundo suspendido en el espacio, sobrevolando todo lo que existía debajo.