El Club de los Niños Salvajes

Capítulo 1

Jeremías le había prometido a su madre que jamás regresaría a Isakai. Tan pronto vio el enorme y colorido letrero que le daba la bienvenida al pueblo, el fantasma de sus gritos resonó en sus oídos. Incluso era capaz de sentir el ardor en su mejilla por la paliza que hubiera recibido.

Apretó con fuerza la cuerda de su bolso de mano y por un segundo se sintió asfixiado. Bajó la ventana del carro para sentir el aire en el rostro. Las calles del Zulia hervían con ese aire denso que parecía querer colarse por la piel. El paisaje verde, el canto de las aves y el aroma de tierra mojada por una llovizna reciente, no fueron suficientes para lograr aliviar el apretón de su pecho.

—No pensé volver a verte.

El viaje había sido tan silencioso que Jeremías se sobresaltó al escuchar aquella voz. Se giró a ver al hombre que le estaba dando la cola. El señor Talio no lo estaba viendo, su vista seguía fija en la carretera. Su mirada aburrida se adaptaba bien a las pronunciadas arrugas de su rostro.

—¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Veinte años? —preguntó con un tono que sonó más como reproche que curiosidad.

Jeremías fingió acomodarse en su asiento. Eso le daría un par de segundos para pensar su respuesta y calmar la repentina incomodidad en el ambiente.

— Sí, más o menos.

Pensó que esa respuesta era mucho más digerible que diecisiete años, ocho meses, dos semanas y cinco días. Lo más probable es que nadie más lleve la cuenta de forma tan exacta.

Esperó un momento a ver si le hacía más preguntas, pero la conversación terminó tan pronto como empezó. Volvió a mirar por la ventana, y vio como el paisaje rural se llenaba poco a poco de casas llamativas. Construcciones de un carácter entre colonial y tropical, donde resaltaban los colores vivos, los patrones tradicionales y las ventanas alargadas con rejas sobresalientes.

Era de madrugada, así que las calles estaban sorprendentemente vacías.

No esperaba sentirse nostálgico. Considerando que había pasado gran parte de su vida queriendo escapar de ese lugar, no pensó que llegaría a extrañar sus calles.

Era fascinante como todo se veía igual pero a la vez tan diferente. Se sentía como entrar a una vieja casa que tenía exactamente la misma decoración, pero donde había algo fuera de lugar, un pequeño detalle distinto pero imprescindible que hacía que de alguna forma todo se sintiera como algo desconocido. Tal vez se debía al nuevo kiosco de pastelitos que estaba en la plaza, o que la pequeña zona de juegos en el parque se veía renovada, o incluso el hecho de que habían construido casas nuevas.

O tal vez era él el que estaba tan fuera de lugar. En ese momento, Jeremías encajaba más como un turista que un nativo visitante.

Se detuvieron frente a una casa azul con amarillo. La pintura parecía algo gastada y uno de los vidrios de la ventana estaba roto. Fuera de eso, la casa era tal y como la recordaba. El señor Talio se bajó del carro sin decir nada y fue al maletero. Jeremías lo siguió, cuando intentó tomar su equipaje recibió un manotazo, el señor lo miró serio y cargó las maletas hacía la puerta él solo.

“Sigues siendo igual de terco”. Pensó. No había la suficiente confianza entre ellos como para mencionarlo.

La puerta se abrió tan pronto el señor Talio tocó el timbre. Fueron recibidos por una mujer robusta, de pelo canoso y ojos celestes. Pareció sorprendida de verlo.

—Este es Jeremías —Dijo Talio con desinterés. Su mayor intento de una vaga presentación. Pasó un lado de la mujer sin siquiera mirarla y llevó las maletas adentro —. Ella es Olga, vive aquí. Creo que hablaste con ella por teléfono.

Por la forma en que la mujer no le dio importancia a la apatía de Talio, supuso que ya estaba acostumbrada a convivir con él. Ella miró a Jeremías con una amable sonrisa que no llegó a los ojos y estrechó su mano.

—Jeremías. Que gusto conocerte al fin, muchacho. Pasa, pasa.

Se hizo a un lado y lo dejó entrar. De inmediato sintió el olor de café recalentado y muebles viejos. Ese olor que uno no nota hasta que se ha ido por mucho tiempo.

Las paredes seguían siendo lilas y la vitrina con juegos de vajilla seguía en la sala. De resto los muebles estaban movidos de tal forma que Jeremías sintió la casa más espaciosa que en sus recuerdos, las paredes tenían más fotos y había más plantas.

—Me dijeron que no eres bueno con los extraños —dijo la mujer, cerrando la puerta con un golpe seco—. No tienes qué preocuparte por mí, estoy fuera la mayor parte del tiempo… Ven, te preparé un cuarto.

Jeremías asintió, aunque no entendía del todo qué quería decir con eso. No preguntó. Solo la siguió por el largo pasillo, viendo de reojo las fotos colgadas en la pared: Fotos de él de niño, su madre leyendo en la sala, el señor Talio vestido de militar, algunas fotos nuevas de Olga con personas que no conocía y otras muy familiares.

Pasaron al lado del cuarto que solía ser suyo, justo al lado del baño. Una puerta más estrecha que las demás, con una manija floja que solía rechinar por las noches. Jeremías se detuvo y la abrió casi por instinto.

Lo que solía ser su cuarto, el lugar donde había crecido, ya no existía. En su lugar había cajas apiladas, bolsas de plástico abultadas, una bicicleta sin ruedas recostada contra la pared. Sobre su antigua cama, o lo que quedaba de ella, descansaban cobijas viejas, una lámpara sin foco, y libros viejos.




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