Capítulo VIII
EL CLUB DE LOs sUICIDAs
Estaba demasiado entusiasmado con la idea de hablar con mi mellizo luego de semanas. Quería aclarar ciertos puntos. Puntos que eran todos referidos a Sabine.
Los peores dolores no son físicos, recuerdo y me di cuenta de eso cuando vi a Calum besar a Sabine en el balcón de su cuarto.
Las semanas siguientes las recuerdo borrosas. Tengo lagunas mentales de lo que yo creí que había sucedido y lo que realmente sucedió. Me enfoqué en entrenar y en aprobar materias a base de sobornos y un poco de popularidad que aún no sabía que tenía. No luego de haberme pasado tanto tiempo con Sabine.
Recuerdo no haberla visto en muchas oportunidades, donde siempre que conectábamos mirada yo corría el rostro. Hasta que no hubo más miradas por el simple hecho que ella desapareció. Lo noté el segundo día. Al cuarto, ya estaba un poco desesperado. Mi orgullo, quizá, no permitía que le preguntara a mi hermano.
Mi desesperación aumentó cuando me di cuenta de que Nissan había faltado al entrenamiento. No hablábamos mucho, de hecho, no hablábamos nada. Nissan no hablaba con nadie.
El llamado me despertó a las cuatro de la madrugada pero solo bastó escuchar la voz de Nissan, muy tranquila, pidiéndome que fuera a la casa de Sabine para que yo me levantara, me pusiera una campera y saliera disparado.
María había llegado justo a tiempo para arrancarle el resto de las pastillas que pensaba tomar antes de caer en una inconsciencia que requirió de todas las fuerzas de André para hacerla vomitar y estabilizarla.
Se había enterado de que su padre había tenido su primer hijo. Era un varón. Le pusieron Luca.
Eran casi las siete de la mañana cuando María me relevó de su habitación. La dejé durmiendo cubierta con una manta seguramente soñando nada. Bajé las escaleras con el cuerpo pesado y los ojos picándome. Estaba cansado y, ¿por qué no?, bastante enojado. Si ella quiere terminar con su vida, ¿no puedo darme el lujo de estar enojado?
Los veo a los tres jugando un juego de cartas del que no recuerdo el nombre. Parecían robots en modo automático. No se miraban ni intercambiaban palabras. Solamente jugaban. Como si Sabine no hubiese estado a punto de cometer una locura.
–¿Jugando a las cartas? –río irónicamente– Sabine está arriba y si no hubiese sido por André podríamos estar todos ahora en un funeral y ¿ustedes juegan a las cartas? ¿Qué clases de amigos son?
Ninguno me miró. Siguieron jugando la mano. Golpeo la pared en un intento de descargar todo el enojo que estaba sintiendo. ¿Cómo era posible que estuviesen tan tranquilos? Parece que el ruido los sobresaltó. Los ojos verdes, acusadores, de Fénix me miraron fijo y André, que estaba de espalda a mí giró a verme. Nissan fue el último en girar su rostro. Lo hizo de forma pausada, tranquila, sin sobresaltos, como si cada movimiento estuviese siendo meditado.
–Deja de darnos clases baratas de moral y sabes qué
–se pone de pie para enfrentarme. No era mucho más bajo que yo y de esa forma pude verlo a los ojos. El azul que los caracterizaba estaban opacados por el negro de sus pupilas. Lucía cansado y por un segundo, un atisbo de pena recorre su mirada–, llegaste tarde. Aprende a vivir con eso. Aprovecha estos momentos, sácale jugo. Porque si intentas lo contrario, vas a lograr que se aleje y tu vida vuelva a ser tan miserable como lo era antes de conocerla.
Y ahí lo entendí todo. O todo lo que mi cerebro pudiese entender en ese momento. Ninguno de ellos estaba haciendo nada para evitar el trágico final pero se aseguraban que cumpliera todo lo de la lista. Ni un segundo antes de terminarla. Porque preferían vivir con eso que vivir sin ella. No me lo dijeron pero lo supuse. Todo hizo un clic en mi cabeza. Pequeños detalles que había pasado por alto. Como la forma que Fénix la miraba y le sonreía o los abrazos casi fraternales que André le daba o todas las veces que vi correr a Nissan a dedicarle un try en un partido. Inconscientemente le estaban dando motivos para vivir.
De repente comprendí. Eso significaba pertenecer al
Club de los Suicidas.
Estábamos sentados con nuestras espaldas apoyadas en el suave sofá. Mirando y pensando en nada. O en todo. O en Sabine.
Aunque éramos mellizos, siempre nos vimos marcados por una clara diferencia. Calum era lo opuesto a mí y yo era lo opuesto de él. No compartíamos un momento tan íntimo desde que mamá se fue hace muchos años.
No decíamos nada y a su vez nos decíamos todo. Ya no había caretas, ya no había nada. Solo Calum y yo, juntos, como llegamos al mundo.
–Me gusta Sabine, Liam –su voz demuestra todo lo que le cuesta decirme eso.
–Era predecible.
–Y a ti también, Liam.
–Eso era predecible también, Calum.
No era que éramos predecibles. Era un hecho irrefutable, nos conocíamos a la perfección.
–¿Qué hacemos ahora? –le pregunto a mi hermano mellizo luego de meditar la conversación unos segundos.
La sentencia, el plan, era relativamente fácil decirlo,
¿hacerlo? Ni en un millón de años.
–Salvarla.
Repito. No iba a ser nada fácil.
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Editado: 16.05.2021