El Coleccionista de Muñecas

Capítulo 2: El Perfume de la Muerte Dulce

La que sería la última cita no fue diferente en su elegancia inicial. La mansión brillaba bajo la luz de las velas, las copas tintineaban y la conversación fluía como un río tranquilo. Zia se sentía feliz, flotando en el aura de Caspian.

Cerca del final de la noche, Caspian se dirigió a una pequeña mesa auxiliar donde humeaba una tetera de plata cincelada.

—Un regalo especial, Zia. Lo traje de las cumbres del Himalaya. Es un té de la hoja de Lótus del Silencio. Solo florece una vez cada década y tiene un aroma exquisito. Pruébalo.

El aroma era, en efecto, exquisito. Una mezcla embriagadora de sándalo, jazmín y algo que recordaba a tierra fresca y vainilla. El olor inundó los sentidos de Zia, relajándola instantáneamente.

Caspian sirvió el líquido, que era de un pálido color dorado, en una taza de porcelana antigua.

—Bebe. Es el broche de oro de nuestra noche.

Zia lo tomó de un sorbo. El sabor era suave, dulce y cálido. Una sensación de bienestar se extendió por su cuerpo. Ella sonrió, ya imaginando el sueño profundo y reparador que tendría esa noche.

Pero en lugar de sueño, vino el silencio. Un silencio absoluto que comenzó en sus dedos y ascendió por sus extremidades. Intentó levantar la taza para dejarla sobre la mesa, pero su mano no se movió. La taza se deslizó y cayó al suelo, pero Zia no escuchó el sonido de la porcelana al romperse.

El terror la golpeó con una fuerza física. Quiso gritar, quiso mover los pies, quiso apartar los ojos de Caspian, pero su cuerpo era ahora una estatua de carne, perfectamente consciente, perfectamente inmóvil.

—¿El té? —logró pensar en un grito mudo—. ¡Me envenenó!

Fue entonces cuando Caspian Vance cambió.

La máscara de mármol se desprendió. La serenidad se desvaneció, reemplazada por una expresión de satisfacción brillante, de una psicopatía contenida que era más aterradora que cualquier grito. Sus ojos ámbar se volvieron fríos, duros, como vidrio tallado, y brillaban con una alegría cruel.

—Ah, ahí estás, mi preciosa Zia —dijo Caspian, y su voz era ahora seca, sin la melodía que la había encantado. Era la voz de un artesano satisfecho con su obra—. La Lótus del Silencio. Una hierba maravillosa. Te paraliza, sí, pero mantiene la conciencia. Puedes ver, oír, sentir... todo. Excepto gritar. Excepto huir. Excepto llorar.

Se acercó a ella, que seguía sentada e inmóvil en la silla. Levantó su rostro, examinándola como a un objeto inanimado.

—Necesito que estés despierta para esto, mi pequeña. Necesito que aprecies el arte de la metamorfosis.

La tomó en sus brazos con una facilidad casual. Zia era ahora una muñeca de tamaño natural, una masa de pánico silencioso en los brazos de su captor. El miedo era tan intenso que era casi físico, un grito atrapado detrás de un muro de parálisis. Podía oler el perfume de Caspian, el aroma de su locura, que ahora le resultaba repulsivo.

Caspian caminó con ella, y Zia pudo ver el mundo moverse a su alrededor. Vio su reflejo en un espejo: una chica normal con el rostro congelado en una expresión de sorpresa, ya marcada por la desesperación.

La llevó por un pasillo que Zia nunca había visto, al fondo de la mansión. Era un pasillo estrecho y sin ventanas. Al final, se detuvo ante una puerta doble de madera tallada que no tenía pomo, solo un mecanismo de cerradura que parecía reaccionar al toque de Caspian.

Con un suave clic, la puerta se abrió, revelando una luz suave y cálida, y un olor dulce que no era de vainilla, sino a cera de abejas y seda antigua.




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