El Coleccionista de Muñecas

Capítulo 3: El Altar de las Posesiones

Caspian Vance entró en la habitación y el corazón mudo de Zia se encogió. Era un espacio inmenso, circular, con paredes forradas de terciopelo verde oscuro. No había ventanas.

La habitación no contenía muebles, sino algo infinitamente peor: era una sala de exposición, un mausoleo de obsidiana.

Estaba repleta de muñecas.

Muñecas de tamaño natural, de mujer, de diferentes etnias y vestimentas. Había una con el sari rojo de una princesa mogol, otra con el kimono de una geisha, otra con el vestido de seda de una cortesana parisina del siglo XIX, y una más vestida con un traje de enfermera de los años cincuenta.

Eran horriblemente hermosas. Sus atuendos estaban impecables, sus cabellos perfectamente peinados. Parecían haber sido tratadas con el máximo cuidado, pero sus ojos... sus ojos eran de cristal, fijos en la nada, y sus rostros, aunque pintados con una belleza inquietante, estaban congelados en una mueca idéntica a la que Zia sentía en su propio rostro: la sorpresa paralizada de un miedo final e insoportable.

Caspian caminó por el centro de la habitación, deteniéndose junto a una peana de mármol. Había un espacio vacío en el centro de la colección. El espacio de Zia.

—Mira a tu alrededor, Zia —murmuró Caspian, su aliento frío cerca de su oído—. Esta es mi colección. Mi jardín de belleza perfecta. Ellas también bebieron el Lótus del Silencio. Ellas también intentaron gritar cuando les revelé mi arte.

La colocó suavemente sobre la peana. Zia estaba ahora de pie, sostenida por una delgada barra de metal que le rodeaba la cintura, tan invisible como era su grito.

—Verás —continuó Caspian, acariciando el cabello de Zia con una ternura enferma—, la belleza humana es efímera. La piel se arruga, el cabello se debilita, la voluntad flaquea. Pero mi arte... mi arte preserva. Yo las convierto en la belleza eterna.

Caspian sacó un pequeño estuche de cuero de su bolsillo. Lo abrió, revelando instrumentos quirúrgicos delicados y frascos de cristal llenos de líquidos de colores brillantes. Eran herramientas de preservación, de embalsamamiento, de arte taxidérmico aplicado al cuerpo humano.

—Tu piel, Zia, la bañaremos en un polímero especial que la hará inmutable. Tus ojos serán reemplazados por el cristal de roca más puro. Y tus órganos... bueno, serán reemplazados por un fino relleno de algodón para que tu figura sea siempre perfecta. Pero no te preocupes. Eres la última adición, y la más hermosa.

Zia, incapaz de apartar la mirada, vio cómo Caspian se preparaba, encendiendo una pequeña lámpara de aceite para calentar un instrumento. El terror mudo se convirtió en una agonía de resignación. Esto era. Su final. Sería una muñeca, una posesión estática para la enfermiza admiración de un loco. Lo peor de todo era la conciencia: sería la única testigo de su propia degradación.

Mientras la luz de la lámpara parpadeaba, Zia sintió de nuevo la oleada de las voces en su mente, no como sueños, sino como un coro furioso y sutil:

¡No estás sola!¡Lucha, Zia! ¡Él nos escucha!

Caspian se acercó, la mirada llena de un éxtasis silencioso. Iba a empezar con el primer corte, el que sellaría la carne.

—Es hora de la eternidad, mi flor de Zia —susurró.

En ese instante, Zia, sin poder mover un músculo, concentró todo el odio y el miedo que podía albergar. Pensó en su nombre, en su vida perdida y en las voces que la llamaban. Y deseó con cada fragmento de su alma que él sufriera lo que ellas sufrieron.

El aire de la habitación se enfrió drásticamente. El terciopelo de las paredes pareció ondular. Las muñecas, todas ellas, los cuerpos de las mujeres preservadas, emitieron un sutil clic colectivo. Sus cabezas, hasta ahora perfectamente inmóviles, se giraron.

Todas las muñecas, en ese vasto círculo de horror congelado, fijaron sus ojos de cristal en Caspian.

Caspian, absorto en su locura, no lo notó al principio. Pero justo cuando la punta de su instrumento tocó el hombro de Zia, sintió la temperatura y, lo que es peor, la presión.




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