El coleccionista y la señorita Stuart

Capítulo I. Los cuentos de Beedle el Bardo

Coleccionistas. Los hay de todos los rubros y son tan apasionados como amantes en primavera. Rodados, arte, juguetes, monedas, mapas, documentos oficiales, artículos militares, carteles, y la lista sería infinita. Sin embargo, hay un tipo en particular que tiene fama de ser el rey de los coleccionistas: el bibliófilo.

El abanico es tan inabarcable como libros existen. Algunos recopilan por autor, otros por temática, por fecha, por género, por antigüedad, por rareza, por escasez, etc. Y, al igual que en todos los rubros, hay oportunidades para cada bolsillo. Si tienes un ingreso modesto pero aun así quieres iniciar tu colección, ya sea por deseo o nostalgia, habrá ejemplares que se ajusten a tu presupuesto. Claro, las ediciones más codiciadas son aquellas que exigen una erogación que no muchos son capaces de hacer. Por eso los más privilegiados, aquellos que pueden disponer de una pequeña fortuna para alimentar el ego o despuntar el vicio, son a menudo los dueños de los tesoros más anhelados y también, por qué no admitirlo, los más inescrupulosos a la hora de obtener aquello que ansían con devoción y, para su pesar, no tiene precio en el mercado.

—¿Señor Constantino? —preguntó poniéndose de pie en su oficina.

—Y usted la famosa Ivana Stuart —replicó estirando su diestra para ser estrechada.

—Cuando mi secretaria dijo que estaba en nuestro edificio, apenas podía creerlo.

—Supongo que no ignoraba que soy bibliófilo.

—A decir verdad, no tenía ni la menor idea.

—¿Es eso cierto? —preguntó mientras se sentaba frente a ella, del otro lado del enorme escritorio de madera que los separaba.

—Entiendo que su padre era un ávido coleccionista, pero desconocía por completo que usted había heredado esa pasión —respondió cruzándose de piernas.

—Bueno, al menos algo heredé del apellido Constantino.

—¿Y en qué puedo serle de utilidad?

—Apreciaría mucho que pudiéramos trabajar en equipo.

—Siempre estoy dispuesta a colaborar, pero no veo cómo podría…

—Corríjame si me equivoco —interrumpió—, además de ser una eminencia en catalogar libros, usted es de las pocas personas en el mundo que sabe la ubicación exacta de los ejemplares más codiciados, las primeras ediciones, las rarezas.

—Solo de los que salieron a subasta en los últimos cincuenta años —replicó.

—¿Cuánto me costaría acceder a esa información?

—Temo que no estoy comprendiéndolo bien.

—Necesito algunos nombres —sonrió—, tan simple como eso.

—¿Acaso es usted un ladrón? —ironizó elevando las pestañas.

—¿Le parezco un ladrón?

—Pero entenderá que no es para nada normal lo que vino a proponerme.

—Solo quiero conversar con los propietarios —se excusó—, hacerles saber que si algún día deciden sacarlos al mercado, me den la posibilidad de ser el primero en hacer una oferta.

—Un método poco ortodoxo, pero supongo que no es ilegal.

—¿Me ayudará? —insistió.

—Créame que estaría encantada de poder hacerlo, pero no tengo permitido compartir datos privados o información sensible con el público general —respondió tajante.

—¿Qué tal si hago una suculenta donación a la biblioteca?

—¿Me está extorsionando señor Constantino? —inquirió con seriedad, fulminándolo con la mirada—. Porque si es el caso, le advierto que no tolero que me falten el respeto, y mucho menos en mi lugar de trabajo.

—No quise ofenderla, créame que lo siento.

—Disculpa aceptada —sonrió—, y si eso es todo…

—Los cuentos de Beedle el Bardo.

—¿Cómo dijo? —preguntó frunciendo el ceño.

—Los cuentos de Beedle el Bardo —reiteró.

—Jamás hubiera imaginado que estuviera interesado en la obra de J.K Rowling.

—Ese no es cualquier libro.

—Hace poco más de una década la autora publicó el título que está buscando, y estoy segura de que lo hallará en cualquier librería o biblioteca.

—Me agrada su sentido del humor —sonrió meciéndose en su silla.

—¿Puedo hacerle una pregunta?

—Dispare.

—¿Es usted un fetichista?

—Todo coleccionista lo es en un punto.

—Me refiero a si es de los sujetos que adquieren los libros y no leen jamás el contenido.

—¿Usted qué piensa? —preguntó frotándose las manos.

—No lo sé, por eso le pregunto.

—Pero es una mujer muy perspicaz —replicó quitándose los lentes—; ¿qué ve cuando me ve?

—Lo lamento señor Constantino, pero no tengo tiempo para juegos.

—Solo quiero el nombre del propietario.

—Pues, búsquelo en Internet.

—Ambos sabemos que su identidad nunca fue revelada —reviró—. De hecho, el mundo desconoce que la reliquia que circula por las bibliotecas europeas y, de tanto en tanto, por los colegios, no es la copia fidedigna.




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