Era una tarde fría de abril, en la ciudad de Londres, el ambiente estaba lleno de neblina. A lo lejos se veía una pareja, ambos estaban tomados de la mano, de repente ella lo abraza, después de unos minutos que parecían eternos, se separan y ella se marcha. Él se quedó parado mirándola partir, levanta la mano levemente como si se secara una lágrima, da media vuelta y comienza a caminar.
Su nombre es Keith, profesor y autor de varios libros de arqueología; hijo de uno de los arqueólogos más importantes de la ciudad de Londres. A sus cortos 28 años de edad, se podía decir había vivido una vida plena, llena de aventuras; había probado tanto el sabor del éxito como del fracaso.
Ella, italiana de nacimiento, heredera y dueña de viñedos que producían uno de los mejores vinos de Roma. Aficionada a la arqueología y la pintura desde niña. A los 16 años sus padres la enviaron a Inglaterra para mejorar su nivel de inglés. Después de varios viajes, Fiorella decidió erradicarse en la ciudad de Londres.
Ambos disfrutaban de las cosas sencillas de la vida. Habían logrado lo que muy pocas personas llegan a alcanzar: encontrar el equilibrio entre sus vidas personales y el trabajo. Mientras duró su relación, esta gozaba del respeto y la admiración de todos. Parecían ser la pareja más consolidada, todos avecinaban vientos de boda. Sin embargo, el destino se interpuso entre ellos. Nadie sabe a ciencia cierta el por qué se separaron. Fiorella volvió a Italia, junto con su familia. Keith por su parte se enfrascó en el mundo de la arqueología.
Ya han pasado tres años, con sus 33 años a cuesta, Keith había aumentado su fama y prestigio. Todo Londres lo conocía y quería. No solo por sus expediciones a tierras lejanas, sino por ser el director de una de las universidades más prestigiosas. Por su parte Fiorella, ahora con 28 años de edad, era la administradora de los viñedos de su padre. Ha su haber tenía varios premios de calidad y el haber logrado aumentar su patrimonio unas tres veces. Para ambos el pasado había quedado atrás o al menos eso, ellos pensaban.
Sentado en un restaurante en la ciudad de Londres, Keith logra divisar a una persona a lo lejos. No podía creer lo que sus ojos veían, se levantó de la mesa, parecía ella. Su corazón se negaba a aceptar la realidad, este palpitaba a toda velocidad. Se escuchaban pasos lentos, luego fueron aumentando de velocidad hasta que solo el silencio embargaba el lugar.
Era ella, parecía como si el tiempo no hubiera pasado. De repente, en la mesa de Fiorella se escucha solo el silencio. Sus miradas se habían cruzado. Por un momento, Londres desaparece para ambos, era como si el mundo se hubiera detenido.
Sin embargo, el sueño se termina cuando ella aparta su mirada y dulcemente agarra la mano de su compañero. A Keith le parecía como si el mundo se cayera a pedazos. De repente, Keith sintió un escalofrió que recorría su cuerpo, no podía creer lo que sus ojos veían, Fiorella tenía alrededor de su cuello la razón que los obligó a tomar destinos separados, un colgante.
El colgante perteneció a un emperador de la dinastía China, no solo tenía un valor incalculable, representaba para Keith el orgullo que sentía éste por su profesión. Desde muy niño, se propuso encontrarlo, era el primer objeto que había tratado de encontrar y el único que no había podido hallar. Y una vez más, estaba allí, en frente de él.
Al verlo sintió alegría, Fiorella no lo había vendido. De repente sintió un extraño y mezquino sentimiento, aun deseaba ese colgante más que nada. La llama del sueño dorado de mostrarlo junto con el resto de colgantes que poseía en su propio museo seguía igual de viva. Así como la llama del amor por ella.
Para Fiorella, el colgante significaba algo diferente. No era la consagración de su carrera, la arqueología era solo un pasatiempo. Pasatiempo que con el tiempo se convertiría en la salvación de su patrimonio familiar.