El ringtone insistente del celu rajó la cortina gruesa de lluvia que le daba latigazos a las ventanas de mi pieza. Cada gota era un golpe seco contra el vidrio, como un mal presentimiento que me apretaba ya el pecho. Le eché una mirada al identificador: Hospital Central. Un frío que calaba los huesos, peor que la noche de agua, me recorrió la espalda. No podía ser otra cosa que una mala nueva. Deslicé el dedo tembloroso y atendí.
"¿Sí?"
Mi voz salió como de lejos, apagada por la angustia que me agarraba fuerte.
"¿Hablo con Mateo Benavides?" La voz del otro lado era de mujer, suave, pero con un tono serio que cortó cualquier esperanza como un rayo en la noche oscura.
"Sí, soy yo."
Un silencio pesado se plantó en la línea, denso como las nubes que descargaban su furia sobre la ciudad. "Señor Benavides, lo llamamos del Hospital Central. Su novia, Sofía Márquez..." Ahí se hizo una pausa, larga y cruel, que se clavó en mi alma, dejándome sin aire. "...ha habido un cambio en su estado. Necesitamos que venga lo antes posible."
El mundo a mi alrededor se puso borroso, como si la misma lluvia se me hubiera metido en la cabeza. Las paredes de mi pequeño refugio parecieron achicarse, ahogándome. La palabra "cambio" me taladraba la mente, amplificada por el terror helado que me paralizaba. ¿Un cambio? ¿Qué clase de cambio? ¿Había empeorado? ¿Cuánto?
Me vestí con movimientos torpes, los dedos duros por la angustia. Afuera, la lluvia no daba tregua, un llanto constante del cielo que parecía reflejar mi propio dolor que empezaba a nacer. Cada botón, cada cierre, era una pelea, un esfuerzo inútil contra la desesperación que crecía. Los recuerdos de Sofía bailaban ante mis ojos como luces fantasmales en la oscuridad: su risa clara, el calor de sus ojos cuando me miraba, el toque suave de su mano en la mía; cada recuerdo era ahora una puñalada, un adelanto de la pérdida que venía.
El viaje al hospital fue una pesadilla borrosa bajo el diluvio. Las luces de la ciudad se veían corridas a través del parabrisas empañado, creando aureolas extrañas. La calle mojada reflejaba los faros como lágrimas brillantes. Cada semáforo en rojo era una eternidad, cada bocinazo, un susto que me hacía temblar. Sentía el corazón latiéndome fuerte, un tambor triste anunciando la llegada de la tragedia.
Al llegar al hospital, empapado y tembloroso, sentí que la lluvia me había lavado toda la fuerza. El aire frío y limpio del pasillo chocaba con la humedad pegajosa de afuera. El olor a desinfectante se mezclaba con un silencio tenso, anunciando lo peor. Me acerqué al mostrador de informes, y se me hizo un nudo en la garganta. Apenas pude susurrar cuando pregunté por Sofía. La enfermera me miró con una tristeza profunda en los ojos y, con un gesto lento, me indicó la sala de terapia intensiva.
Cada paso por el pasillo se sintió como caminar por un barro de desesperación. La lluvia seguía golpeando las ventanas, un lamento sin fin. Dudé frente a la puerta, mi mano helada agarrándose al picaporte de metal. Respiré hondo, tratando de encontrar un poquito de esperanza en medio de la tormenta que se desataba adentro mío.
Al entrar, la vi… estaba acostada en la cama, su cara pálida como la luna bajo la luz artificial. Mientras me acercaba, empecé a notar los tubos y los cables que la rodeaban, como ramas oscuras agarrándose a su cuerpo frágil, recordándome la pelea desigual que estaba dando. Su respiración era casi imperceptible, un suspiro suave en el silencio de la habitación.
Al llegar a su lado, sentí que mis lágrimas se juntaban con el agua de lluvia que todavía chorreaba de mi ropa. En ese momento, tomé su mano entre las mías, besé sus nudillos despacito, aferrándome al último contacto real que nos quedaba en este mundo.
En ese instante, sus párpados temblaron un poquito y se abrieron con una lentitud dolorosa. "Sofía, mi amor, estoy acá…"
Sus ojos, que antes brillaban con una luz tan fuerte, ahora reflejaban una tristeza, pero reconocí el amor incondicional que siempre me habían dado, un amor que ni siquiera la enfermedad había podido apagar.
"Mateo..." Su voz era un hilo de aire, casi inaudible por encima del ruido suave de las máquinas. Me incliné sobre ella, acercando mi oído a sus labios secos.
“Estoy acá, mi vida," repetí, agarrando fuerte su mano quieta, como si al sostenerla pudiera evitar que se fuera del todo.
Hablamos en susurros cortados, palabras entrecortadas llenas de un amor que era más fuerte que el dolor, de recuerdos hermosos que ahora eran puñales en el corazón, de promesas que la cruel realidad había destrozado como un castillo de arena bajo la marea. Le recordé nuestro futuro soñado, el calor del sol en nuestra piel, el sonido de nuestras risas llenando una casa con vida. Cada palabra era una despedida amarga y final.
Sus fuerzas se iban con cada respiración suave. Su mano en la mía se sentía cada vez más liviana, más ausente. Afuera, la lluvia seguía, empañando el mundo detrás del vidrio, como si quisiera borrar lo que estaba por pasar. La sostuve con desesperación, como si pudiera retener su alma, como si mi amor pudiera ganarle al destino cruel.
En sus últimos momentos, sus ojos se clavaron en los míos, llenos de una tristeza profunda, pero también de una paz sorprendente. Una sonrisa suave, agridulce, se dibujó en sus labios pálidos, como un último rayo de sol abriéndose paso entre las nubes oscuras.