Antes de que todo se fuera al carajo —antes del hospital, de ese silencio que te destroza por dentro y del vacío que no se puede llenar con nada— hubo otra vida. Una vida donde ella se reía con los ojos, de esas risas que te iluminan hasta el día más nublado. A veces me quedo pensando… ¿en qué momento exacto empezó lo nuestro?, ¿cuándo dejó de ser una simple casualidad para volverse algo inevitable?
El quilombo del recreo siempre me pareció un ruido molesto, una interrupción innecesaria en el laberinto de mis pensamientos. Apoyado contra la pared fría del gimnasio, mis auriculares eran mi escudo contra el barullo de los adolescentes, vomitando las notas de una banda experimental que, al menos, tenía la decencia de ser inentendible para el resto. Quinto año había arrancado como una repetición aburrida de los anteriores, y yo seguía siendo el observador de afuera, el que prefería la lógica de un código a lo impredecible de una charla.
El sol se había hecho fuerte entre las nubes de la mañana, aunque el aire todavía tenía un frescor húmedo. Un grupo de chicas, con sus risas a los gritos, jugaba cerca, sin darse cuenta de que yo solo quería estar en mi mundo. De repente, un grito agudo sonó antes de un golpe seco en mi pecho. Una pelota, tirada sin ninguna puntería, me había alcanzado, cortando mi viaje musical y haciéndome perder el equilibrio. Mis auriculares se cayeron al suelo, liberando un pedazo distorsionado de mi banda favorita al aire libre.
"¡Uy, perdón!" La voz, un poco aguda y llena de una energía que me molestaba un poco, se acercó. Levanté la vista con fastidio y me encontré con Sofía Márquez. Era una chica de mi curso, conocida por hablar hasta por los codos y por meterse en todo. Su pelo con ondas le enmarcaba una cara vivaz, y sus ojos marrones siempre parecían brillar con alguna historia a punto de salir. Era popular, sí, pero de esa forma molesta en que la gente siempre busca llamar la atención sin necesidad.
"Da igual," murmuré, levantando mis auriculares sin ganas. No me había dolido de verdad, solo me había sacado de mi mundo.
"No, en serio, lo siento. Soy un desastre para esto," dijo, entregándome la pelota con una sonrisa que, tengo que reconocer, era bastante linda, demasiado, quizás, para una simple pelota perdida.
"Como dije, no importa," repetí, volviéndome a poner los auriculares, una señal clara de que para mí la charla había terminado.
Pero ella no pareció entender la indirecta. Se quedó ahí, con esa sonrisa que no se le iba, como si esperara algo más. Algunas chicas simplemente no entendían los límites.
"Soy Sofía," se presentó, estirándome la mano. Un gesto innecesario, ya que sabía quién era.
"Mateo," respondí cortito, estrechando su mano por pura educación. Su tacto era sorprendentemente cálido, algo inesperado comparado con su personalidad, que me parecía un poco... exagerada.
"¿Te golpeó fuerte?" preguntó, frunciendo un poco el ceño con una preocupación que me pareció demasiado grande.
"No fue nada," aseguré, con ganas de volver a mi música.
Ella suspiró, como si mi respuesta no la convenciera del todo. "Es que a veces me distraigo y... bueno, las cosas pasan." Soltó una risita que me sonó un poco forzada.
Por un instante, el silencio se quedó entre nosotros, solo roto por el ruido del patio. Yo esperaba que se fuera, que volviera con sus amigas y sus charlas interminables sobre cosas que seguro no tenían ninguna importancia real.
"Bueno... de nuevo, perdón," dijo al final, empezando a retroceder. "¡Y ten cuidado por ahí! Parece que las pelotas tienen vida propia hoy." Me regaló otra sonrisa antes de juntarse con su grupo, donde enseguida empezó a hacer gestos y a hablar sin parar.
Volví a mi música, pero la melodía ya no me llegaba igual. La breve aparición de Sofía había dejado una pequeña marca, un ligero cambio en mi rutina. La miré de reojo mientras hablaba con sus amigas, moviendo las manos con energía. Parecía vivir en un mundo diferente al mío, un mundo lleno de idas y vueltas constantes y emociones a flor de piel. No entendía esa necesidad de compartir cada cosa, cada pensamiento. A mí me alcanzaba con mi propio mundo interior.
Sin embargo, a partir de ese día, empecé a notar que estaba más cerca. Se acercaba a mí en los pasillos, a veces con alguna pregunta tonta sobre la tarea, otras veces solo para contarme alguna cosa que le había pasado en clase o con sus amigos. Yo asentía sin pensar, fingiendo interés mientras mi cabeza viajaba por problemas de física o por el último nivel que no podía pasar. Sus historias me parecían sin importancia, llenas de detalles que no hacían falta y conclusiones obvias.
Pero a ella no parecía importarle mi falta de ganas. Seguía contándome sus cosas, con esa misma energía que le salía por los poros, como si lo que yo pensara no tuviera ninguna importancia. ¿Y quizás no la tenía? Quizás solo necesitaba a alguien que la escuchara, un recipiente vacío para sus palabras. Y yo, con mi silencio de siempre, parecía ser el candidato perfecto.
Con el tiempo, aunque seguía sin encontrar nada fascinante en sus relatos, empecé a notar pequeñas cosas. La forma en que sus ojos se prendían cuando hablaba de algo que le gustaba mucho, la pequeña arruga que se le hacía entre las cejas cuando estaba preocupada, la manera en que su voz cambiaba un poquito cuando hablaba de sus sueños. Eran observaciones puramente objetivas, claro. No significaban ningún cambio en mi forma de ver el sentimentalismo o las relaciones con la gente en general. Simplemente... las registraba. Como un científico que anota las particularidades de un bicho interesante, aunque no sea especialmente llamativo.