El silencio en la casa de Sofía era un silencio pesado, que te apretaba el pecho, lleno de una tensión que no se veía pero se sentía en el aire, como antes de una tormenta fuerte. No era la tranquilidad linda del final del día, sino la falta de alegría, la ausencia de esas risas de verdad que deberían llenar una casa.
La luz apagada que entraba por las cortinas cerradas apenas mostraba el desorden silencioso del living. Revistas apiladas sin orden, tazas de café a medio tomar olvidadas en la mesa, un cenicero lleno a pesar de que se suponía que no se fumaba adentro. Cada cosa parecía marcada por el descuido, la falta de ganas, una rutina donde la tristeza era la norma.
Sofía se movía por la casa con cuidado, como si caminara por un campo minado. Conocía cada silencio, cada portazo, cada mirada esquiva. Sabía cuándo el humor de su padre era una bomba a punto de explotar y cuándo la resignación de su madre se había convertido en una pared imposible de romper.
Su padre, Antonio, estaba en su "despacho", la pieza chiquita que se había hecho su refugio, un lugar donde el ruido de las monedas y la radio con los partidos eran la música de fondo constante. Hoy, el silencio que salía de ahí era más feo de lo normal. Sofía sabía que significaba una de dos: que había perdido mucha plata apostando o que estaba tranquilo pero enojado, antes de la próxima pelea.
Su madre, Elena, estaba en la cocina, lavando los platos despacio, como una máquina, con la mirada perdida. Sus movimientos eran suaves, casi sin que se notaran, como si tuviera miedo de hacer el mínimo ruido que pudiera romper la poca paz que había en la casa. Sus ojos, siempre tristes, hoy mostraban una pena profunda, una sombra que parecía haberse quedado para siempre en su cara.
Para Sofía, su casa era un lugar de contrastes dolorosos. Afuera, en el colegio, con sus amigos y sobre todo con Mateo, encontraba un respiro, un lugar donde podía ser ella misma, con energía y llena de vida. Pero al cruzar la puerta de su casa, esa energía se apagaba, reemplazada por la sensación de tener que estar siempre alerta, de tener que andar con cuidado.
Muchas veces se preguntaba cómo su familia había terminado así. Se acordaba un poco de una época, hace mucho tiempo, en la que las risas llenaban el living y las cenas eran momentos para hablar y estar juntos. Pero esa imagen se había borrado con el tiempo, tapada por las discusiones silenciosas, las deudas que crecían y la distancia cada vez mayor entre sus padres.
La adicción al juego de su padre era un fantasma que lo arruinaba todo. Las promesas rotas, la plata que desaparecía sin explicación, las llamadas tensas en medio de la noche. Su madre trataba de mantener la fachada, trabajando sin parar y dejando de lado sus propios deseos para tratar de que la economía familiar no se hundiera, pero era una carga demasiado pesada.
En ese ambiente feo, Sofía había aprendido a ser fuerte a su manera. Había creado una máscara de optimismo y alegría para protegerse del dolor que sentía en casa. Buscaba refugio en sus estudios, en sus amigos y, cada vez más, en la compañía tranquila de Mateo.
Mateo era diferente. No la juzgaba por hablar mucho, por su necesidad de contar historias. Él escuchaba, a veces distraído, pero escuchaba. En sus ojos no había la lástima silenciosa que a veces veía en otros, ni la impaciencia de los que no entendían por qué necesitaba atención. Con Mateo, sentía una conexión simple, una aceptación sin palabras que era como una cura para las heridas invisibles que le dejaba su casa.
Se acordaba de la fiesta sorpresa que le habían organizado, la alegría de verdad en la cara de Mateo, lo torpe que era al bailar, lo cálido de su agradecimiento. En ese momento, se había sentido vista, valorada, no como la hija de un jugador y una mujer triste, sino como Sofía, una chica con amigos que se preocupaban por ella.
Ahora, sentada en el borde de la ventana de su pieza, miraba la lluvia caer, como una cortina triste que parecía reflejar cómo se sentía. Sabía que tenía que ser fuerte, no solo por ella, sino también por su madre, cuya tristeza silenciosa era un peso constante en su corazón.
A pesar de la oscuridad que a menudo envolvía su casa, Sofía se aferraba a pequeños momentos de esperanza. La amistad de Lucas, la buena onda de Carla y Javier, y la presencia tranquila de Mateo eran como luces en la niebla. Sabía que no estaba sola, que había personas que veían más allá de su sonrisa.
Y en esa esperanza, encontraba la fuerza para seguir adelante, para enfrentar cada día con la decisión de no dejar que la oscuridad de su casa la consumiera por completo. Sabía que se merecía más, que había un mundo más allá de las paredes silenciosas de su casa, un mundo donde podía reír sin guardarse nada y sentirse de verdad querida. Y en ese futuro, veía la figura tranquila de Mateo, no como un simple amigo, sino como alguien que ofrecía un refugio seguro en medio de la tormenta. La esperanza era un fuego chiquito que temblaba, pero Sofía estaba decidida a mantenerlo prendido, a esperar el día en que pudiera salir de la sombra y encontrar la luz que tanto anhelaba