El color de las palabras

Capítulo 2

2: “La casa de huéspedes”, continuando el tono romántico, divertido y ambientado en la España de 1700, con lenguaje cuidado y evocador.
Este capítulo mostrará el primer día de convivencia entre Isabela de Valverde y Adrià Soler, en el hostal La Fuente del Laurel, lleno de malentendidos, choques de carácter y situaciones tan tensas como cómicas.

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✨ CAPÍTULO 2 – “La casa de huéspedes”

El amanecer llegó envuelto en una niebla ligera y un coro de gallos desafinados.
Isabela despertó sobresaltada al escuchar golpes, pasos apresurados y una voz masculina maldiciendo en catalán.

—¡Por todos los pinceles de Roma! ¿Dónde está mi paleta? —gruñía Adrià, abriendo cajones como si buscara un tesoro.

Isabela, aún medio dormida, se cubrió la cabeza con la manta.
—¿Podría usted callar, por el amor de Dios? Algunos seres humanos duermen a esta hora.

—Y otros crean arte —respondió él, con esa arrogancia natural que le nacía como el aliento.

Se levantó de un salto, atándose el corpiño con furia y mirando al hombre que, sin pudor alguno, había convertido la habitación en un campo de batalla de colores: lienzos apoyados en sillas, pinceles en la mesa del desayuno, y un gato —que no era suyo— durmiendo dentro de su sombrero.

—¡Esto es intolerable! —exclamó ella, con la voz más autoritaria que pudo.
—Tranquila, señorita de Valverde, todo artista necesita su caos.
—Yo necesito orden, y silencio, y una mesa libre de felinos.

El pintor la observó con media sonrisa y un mechón de cabello cayéndole sobre los ojos.
—Entonces nos llevaremos de maravilla.

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A la hora del desayuno, bajaron al comedor del hostal.
El aroma a pan tostado y café llenaba el aire, mientras la dueña, doña Remedios, servía platos con una generosidad digna de una madre de diez hijos.

—Buenos días, mis inquilinos favoritos —saludó ella, colocando una jarra de leche sobre la mesa—. Hoy tenemos pan con miel y algo de queso fresco.

Isabela se sentó derecha, con la elegancia de una dama madrileña.
Adrià, en cambio, ya se había servido tres rebanadas y hablaba con la boca llena.

—¿Sabía usted, señorita, que el queso inspira más que el vino? —dijo él, mientras ella lo miraba horrorizada.
—No me cabe duda. La gordura también inspira, supongo.

Doña Remedios soltó una carcajada.
—Ay, ustedes dos parecen un matrimonio joven.

Ambos hablaron al mismo tiempo:
—¡No lo somos!

El silencio que siguió fue tan incómodo que hasta el gato estornudó.

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Durante el día, Isabela intentó escribir en el pequeño escritorio junto a la ventana.
Las calles del pueblo bullían con el sonido de los mercaderes y los pregones: vendedores de flores, zapateros, niños corriendo detrás de un perro.
Pero nada la distraía tanto como la voz de Adrià, tarareando una melodía mientras pintaba.

A cada trazo suyo, el olor del óleo se mezclaba con la tinta de su pluma.
Y aunque se juró no prestarle atención, sus ojos se desviaban una y otra vez hacia él.

“Qué hombre más insoportable… y tan concentrado”, pensó, con una sonrisa que no quiso reconocer.

De pronto, un movimiento torpe la sacó de su ensoñación: Adrià había tirado sin querer un frasco de pintura, que rodó por el suelo y dejó un rastro azul hasta la falda de Isabela.

—¡Santo cielo! —gritó ella—. ¡Mire lo que ha hecho! ¡Mi vestido!
—Tranquila, es solo color del cielo. Le sienta bien.

Ella lo fulminó con la mirada.
—¿Y si yo derramara mi tinta sobre sus lienzos, diría lo mismo?
—Si la tinta viniera de usted, señorita, sería un honor.

Isabela se quedó muda, más por la audacia de la respuesta que por enojo.
Él le tendió un pañuelo, y por un instante, sus dedos se rozaron.
Un contacto breve, torpe, pero suficiente para hacerla olvidar la mancha en su falda.

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Esa noche, ambos coincidieron en la sala común del hostal.
Ella escribía junto al fuego, él retocaba un cuadro bajo la luz temblorosa de una vela.
Doña Remedios, desde el mostrador, los miraba con aire divertido.

—Qué bonito verlos trabajar así. La señorita con sus letras, el caballero con sus colores… parecen hechos el uno para el otro.

—Solo compartimos techo, no destino —dijo Isabela, sin levantar la vista.
—Eso lo dirán sus libros, señorita —respondió Adrià, en voz baja.

Ella fingió no oírlo, aunque su corazón dio un pequeño salto.

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Antes de dormir, escribió en su cuaderno:

> “El artista y la escritora conviven como el fuego y el papel: el uno quema, la otra arde. Quizá de ese incendio nazca una historia.”

Al otro lado del biombo, Adrià observaba un retrato inconcluso.
Por primera vez en mucho tiempo, su mano dudaba.
El rostro que intentaba pintar tenía el mismo brillo en los ojos que la joven madrileña.

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El gato volvió a estornudar.
Ella suspiró.
Él sonrió.
Y así, sin saberlo, la inspiración comenzaba a tejer su red.




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