El color de las palabras

Capítulo 3

Capítulo 3: “El pintor insolente”, donde la tensión entre Isabela y Adrià sube un poco más, entre discusiones, humor, y las primeras chispas de atracción.
El tono se mantiene fiel a la época (España de 1700), con un lenguaje elegante pero ágil, y una ambientación viva y romántica.

---

✨ CAPÍTULO 3 – “El pintor insolente”

El sol de la mañana entraba por la ventana del hostal como un invitado descarado.
Isabela ya estaba despierta, corrigiendo un párrafo que no terminaba de gustarle.
Llevaba media hora luchando con una frase cuando la voz de Adrià irrumpió desde el otro lado del biombo:

—¿Siempre escribe tan temprano, o es un intento de tortura?
—Solo torturo el papel, no a mis vecinos —respondió ella, sin mirarlo—. Y créame, el papel se queja menos que usted.

Él soltó una risa suave.
—Entonces acompáñeme al mercado. Necesito comprar pigmentos. Quizás el aire fresco le inspire algo que no sea sarcasmo.
—No necesito su aire, señor Soler.
—Ni yo su compañía, pero al parecer solo queda un carro para bajar al pueblo. —Le mostró dos billetes doblados—. O lo compartimos… o caminamos.

Isabela apretó los labios. El orgullo madrileño y el barro catalán eran enemigos naturales, pero el barro solía manchar más.
—Está bien —cedió—. Pero no piense que disfruto de su presencia.
—Lo suponía —dijo él, y sonrió con un brillo en los ojos que ella prefirió no interpretar.

---

El mercado de Sant Climent bullía de vida: mujeres ofreciendo frutas, niños correteando, campesinos negociando a gritos.
Isabela se cubrió con un sombrero de ala ancha, intentando pasar desapercibida, aunque su elegancia madrileña la delataba entre la gente.

Adrià, por su parte, saludaba a todos. Parecía conocer a medio pueblo.
—¡Bon dia, Pere! ¡Buenos pinceles los de tu hermano! —gritó, mientras Isabela lo observaba con una mezcla de fastidio y curiosidad.
—¿Siempre habla tanto, o también lo hace mientras pinta?
—Hablar es pintar con palabras, señorita. Debería probarlo.
—Yo prefiero escribir con silencio.

Él rió.
—Por eso sus letras no tienen color.

Isabela se detuvo en seco.
—¿Perdón?
—No lo tome a mal. Quiero decir… que le falta luz. Que escribe como si temiera que alguien la leyera.

Sus ojos se cruzaron. Por un instante, el bullicio del mercado se desvaneció.
Isabela no supo si lo odiaba por su insolencia o si admiraba que alguien pudiera leerla tan fácilmente.

---

Decidieron separarse: él fue hacia el puesto de pigmentos, y ella, al de papelería.
Pero el destino, o la torpeza, tenía otros planes.

Mientras Isabela observaba unos pliegos de pergamino, un viento repentino levantó su falda y esparció las hojas por todo el mercado.
Corrió tras ellas, gritando:
—¡Mis páginas! ¡Por favor, ayúdenme!

Adrià la vio desde lejos, riendo a carcajadas mientras las hojas volaban sobre cabezas, frutas y jaulas de gallinas.
Cuando finalmente la alcanzó, ella estaba agachada, intentando recuperar una hoja que había caído justo debajo del mostrador de un carnicero.

—Déjeme ayudarla —dijo, inclinándose también.
—¡Ni se le ocurra mirar! —respondió ella, roja como una amapola.
—Tranquila, señorita. Solo miro… sus letras.

Ella lo empujó con el codo y le arrebató el papel.
—Usted es insoportable.
—Y usted es fascinante cuando se enfada.

---

De regreso al hostal, el silencio se hizo incómodo.
Isabela fingía mirar el paisaje, pero sentía su mirada fija en ella.
—¿Por qué me observa así? —preguntó al fin.
—Porque intento entender cómo puede alguien escribir con tanta pasión y hablar con tanta frialdad.
—¿Y por qué le importa?
—Porque me inspira —respondió sin dudar.

Ella giró el rostro hacia la ventana, ocultando una sonrisa que no quería concederle.
—Debería inspirarse en algo menos complicado, señor Soler.
—Lo intento, pero la musa insiste en tener su rostro.

Isabela contuvo la respiración. Durante un segundo, el mundo pareció detenerse.
Luego él cambió el tono, como si nada hubiera pasado:
—Además, aún no me ha agradecido por salvar sus páginas.
—¿Salvar? ¡Las dejó volar como si fueran cometas!
—Ah, pero ¿vio qué bonito bailaban?

Ella soltó una carcajada, por fin.
Y él, viéndola reír por primera vez, pensó que ningún color en su paleta podía igualar aquella imagen.

---

Esa noche, Isabela escribió en su cuaderno:

> “Hoy he descubierto que incluso la irritación puede tener encanto.
Y que la inspiración, cuando llega, suele hacerlo con las manos manchadas de pintura.”

Al otro lado del biombo, Adrià limpiaba sus pinceles con una sonrisa.

> “Mañana,” pensó, “le pediré que pose para mí.
Solo por estudio, claro.”

Aunque en el fondo, ambos sabían que aquello sería el comienzo de algo mucho más peligroso que una simple lección de arte.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.