El color de las palabras

Capítulo 4

Capítulo 4: “De pinceles y plumas”, donde el vínculo entre Isabela y Adrià se vuelve más intenso, más divertido… y empieza a insinuar algo que ninguno de los dos quiere admitir todavía.

Este capítulo mezcla humor, ternura, tensión romántica y una escena que, aunque cómica, los acercará por primera vez de verdad.

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✨ CAPÍTULO 4 – “De pinceles y plumas”

El día amaneció con un olor dulzón a pan y pintura.
En la habitación compartida del hostal, Isabela y Adrià se movían como dos soldados en guerra, evitando mirarse, chocar o respirar el mismo aire.

Ella escribía en su escritorio, concentrada; él pintaba en silencio, con el ceño fruncido.
Pero la calma era un disfraz… el desastre no tardaría en llegar.

—¿Podría correr su caballete unos pasos hacia la ventana? —preguntó Isabela, sin levantar la vista.
—¿Podría usted escribir sin invadir mi espacio visual? —replicó él.
—Mi espacio visual está lleno de manchas de pintura y olor a aceite rancio.
—El arte, señorita, no huele a rosas.
—Ni la mala educación.

Adrià dejó el pincel y la miró con una sonrisa que irritaba tanto como encantaba.
—Usted tiene una habilidad asombrosa para destruir la inspiración ajena.
—Y usted, para arruinar los vestidos de las damas.

Silencio.
Tensión.
Una gota de pintura azul cayó justo sobre una hoja del manuscrito de Isabela.

Ella se levantó de golpe.
—¡Otra vez no! ¡Ya arruinó uno de mis vestidos, no arruinará también mi obra!

Él intentó limpiarlo torpemente con un trapo.
—Solo es una mancha pequeña… mire, casi parece una estrella.
—¡No necesito estrellas en mis páginas!

Isabela, indignada, tomó el pincel que él había dejado sobre la mesa y lo alzó como una espada.
—¡Esto es un crimen contra las letras!
—Y usted está armada con mi herramienta sagrada.

La lucha fue tan absurda como inevitable: ella agitó el pincel; él intentó arrebatárselo.
Hubo forcejeo, risas contenidas, un tropiezo y…

¡ZAS!

El frasco de pintura estalló contra el suelo.
Un chorro azul cubrió la falda de Isabela, la camisa de Adrià y parte del biombo.
Ambos quedaron inmóviles, mirándose, cubiertos de azul del cuello a los pies.

Doña Remedios apareció en la puerta, boquiabierta.
—¡Santos del cielo! ¿Qué han hecho?
—Una obra maestra —dijo Adrià, conteniendo la risa.
—Una tragedia —corrigió Isabela, cruzándose de brazos.

La dueña soltó una carcajada.
—Les dejo la cubeta afuera. Si siguen así, pronto pintaré las paredes con ustedes.

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Media hora después, ambos estaban en el patio, lavando la pintura con agua fría y jabón.
El sol caía oblicuo sobre ellos, iluminando las gotas que salpicaban en cada movimiento.

—No se ría —dijo Isabela, mientras restregaba su falda.
—No me río, la admiro. Nunca vi a nadie frotar con tanta furia.
—Es la furia de quien fue atacada por un mar azul.
—Y, sin embargo, está preciosa así.

Ella lo miró, incrédula.
—¿Cubierta de pintura?
—Sí. Parece una ninfa que escapó de un cuadro.

Isabela giró el rostro, intentando ocultar el rubor.
—Usted dice esas cosas solo para provocarme.
—Quizás… o quizás porque son verdad.

Hubo un silencio suave, como una pausa que ambos temieron romper.
El agua goteaba, los pájaros cantaban en el tejado, y por primera vez, ninguno discutió.

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Esa tarde, Adrià no pintó. Se limitó a observarla mientras escribía.
El sol se filtraba por la ventana, dibujando destellos en su cabello.
Isabela levantó la vista, sintiendo su mirada sobre ella.

—¿Qué hace?
—Memorizo la luz —dijo él, sonriendo apenas—. Por si algún día me falta.

Ella volvió a su cuaderno, pero las palabras ya no salían con facilidad.
Algo en esa mirada había trastocado su orden, su seguridad… su silencio.

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Esa noche, escribió:

> “El arte puede nacer del caos.
Hoy lo confirmé.
Pero lo que más me asusta no es el desorden del color,
sino el desorden que él deja en mí.”

Mientras tanto, Adrià se quedó frente al lienzo en blanco, sin pintar.
Por primera vez en mucho tiempo, no necesitaba pigmentos para crear una imagen.
Ya la tenía grabada en el alma.




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