Capítulo 5: “El desafío: inspiración o locura” marca un punto clave en la historia: la tensión entre Isabela y Adrià se transforma en un juego de desafíos, donde ambos compiten por demostrar quién es más talentoso... sin darse cuenta de que lo que están creando, en realidad, es el inicio de su historia de amor.
El tono sigue siendo romántico, divertido, con un aire de época y ese encanto propio de los romances de adversarios.
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✨ CAPÍTULO 5 – “El desafío: inspiración o locura”
La habitación del hostal estaba más ordenada que de costumbre.
Quizá porque ambos temían provocar otro accidente con pintura, o tal vez porque el silencio que los rodeaba pesaba más que cualquier pincel o pluma.
Isabela escribía concentrada, aunque cada tanto miraba de reojo a Adrià, que trazaba con decisión sobre el lienzo.
Cada uno fingía no notar al otro.
Cada respiración, cada movimiento, se había vuelto una forma de provocación.
Hasta que él rompió la calma.
—Dígame, señorita de Valverde, ¿alguna vez ha escrito algo que no trate de sentimientos?
—He escrito sobre guerras, viajes, filosofía…
—Sí, pero todo eso también son emociones disfrazadas.
—¿Y usted? —replicó ella, mirándolo con una sonrisa irónica—. ¿Alguna vez pintó algo que no fuera vanidad?
Él arqueó una ceja.
—La vanidad, a veces, es el reflejo de la belleza.
—Y a veces, el refugio de quien no se atreve a mirar más allá del espejo.
Adrià la observó unos segundos, con ese brillo entre irritación y admiración que ya le era familiar.
—Propongo algo —dijo al fin—.
—Temo preguntar.
—Un desafío. Usted escribe sobre un pintor sin inspiración, y yo pinto a una escritora sin alma.
Isabela lo miró, fingiendo serenidad, aunque el reto la entusiasmó.
—¿Y el propósito de semejante disparate?
—Descubrir quién logra crear algo verdadero sin sentir nada por su tema.
—Entonces está condenado a perder —dijo ella, con una media sonrisa.
—Ya veremos. La musa no siempre sonríe al más virtuoso.
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Durante los días siguientes, el hostal se convirtió en un campo de batalla artística.
Isabela escribía sin descanso, retratando en su historia a un pintor arrogante y frustrado, incapaz de encontrar inspiración más allá de su propio orgullo.
Adrià, mientras tanto, pintaba el retrato de una mujer de expresión severa, con una pluma en la mano y una mirada imposible de descifrar.
Doña Remedios los observaba desde el pasillo, riendo entre dientes.
—Esos dos terminarán enamorados o destruyendo el mobiliario —decía a los huéspedes.
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Una tarde, mientras el sol teñía el cielo de naranja, Adrià se levantó bruscamente del caballete.
—¡Basta! No puedo hacerlo —exclamó.
Isabela levantó la vista de su cuaderno.
—¿Se rinde tan pronto, maestro Soler?
—No puedo pintar a una mujer sin alma. Es… imposible.
—¿Por qué?
—Porque hasta en su frialdad hay algo vivo. Algo que me persigue cuando cierro los ojos.
Ella sintió un escalofrío, pero disimuló con un gesto altivo.
—Tal vez lo que le persigue es su ego, no mi retrato.
Él dio un paso hacia ella.
—No lo niegue. Usted siente lo mismo cuando escribe.
—Yo no siento nada, señor Soler. Solo observo.
—Entonces míreme y obsérveme bien.
Sus miradas se cruzaron.
El aire pareció detenerse.
Él tenía pintura en las manos; ella, tinta en los dedos.
Dos mundos distintos, y sin embargo, idénticos en su caos.
Isabela apartó la vista y cerró su cuaderno con fuerza.
—He terminado por hoy.
—Yo también. —Sonrió él, con un tono que sonaba a desafío—. Pero aún no hemos decidido quién ganó.
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Esa noche, en el salón común, ambos mostraron sus obras a Doña Remedios, quien los observó con una mezcla de ternura y curiosidad.
—Veamos… —dijo la mujer, mirando primero el cuadro—. La escritora parece altiva, pero hay calor en su mirada. No diría que carece de alma.
Luego tomó el manuscrito de Isabela y leyó un fragmento:
> “El pintor creyó que su arte nacía del color,
pero era ella, con su voz de tinta,
quien le enseñaba a mirar de verdad.”
Doña Remedios sonrió.
—Diría que han perdido los dos.
—¿Cómo que perdido? —protestó Adrià.
—Porque lo que hicieron no fue una competencia… fue una confesión.
Isabela enrojeció.
—Doña Remedios, por favor…
—Ay, niña —dijo la dueña, riendo—, no hay nada más evidente que un artista enamorado.
Adrià intentó ocultar la sonrisa.
—Si eso fuera cierto, señorita de Valverde, ¿me dejaría pintarla otra vez? Esta vez… sin desafíos.
—Eso dependerá de si puede mantener la pintura lejos de mis vestidos.
Él inclinó la cabeza, divertido.
—Haré lo posible… aunque no prometo nada.
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Esa noche, mientras él afinaba su paleta, Isabela escribió:
> “Acepté su juego creyendo que era una locura.
Pero en cada palabra que escribí, me encontré a mí misma mirándolo.
Si esto es inspiración, temo que sea también amor disfrazado.”
Y al otro lado del biombo, Adrià pintaba el mismo rostro una y otra vez, intentando capturar un gesto imposible:
la sonrisa contenida de la mujer que, sin quererlo, se había convertido en su musa.