Es el mes en el que nací hace casi 54 años. Tras una fuerte tormenta, las calles yacen solitarias, invadidas por el sonido de las ranas y por las tenues luces de los faros. Mientras miro hacia afuera a través de la ventana de mi sala, siento cómo va arropándome la calidez de esta escena, aunque la noche se ha vuelto fría y húmeda. Una brisa rápida y ligera pasa sacudiendo todo lo que encuentra a su paso, obligando a las hojas caídas danzar como obedientes bailarinas. Tras días de gestación, las ideas latentes en mi cabeza encuentran ahora este sublime catalizador.
Ignorando la charla que mantienen mi hijo y mi esposo en la sala junto a la ventana, cruzo el pasillo en dirección a mi habitación con la única intensión de encender la PC. Con el dedo sobre el botón de encendido y la mente llena de ideas que urgen ser plasmadas, espero en mi silla ejecutiva, cuya ergonomía dista de ser la ideal.
La noche ya pesa. Las horas se han deslizado sin tregua. Desde mi humilde trono desafiante del confort interrumpo la quietud de la noche. Con el sonido de las insistentes pulsaciones sobre mi teclado y el brillo de la pantalla iluminando mi rostro, mis pensamientos, convertidos en palabras, van bordaban el silencio. Tejen la historia ocurrida en una tarde soleada, después de un nutritivo almuerzo.
Con la temperatura oscilando en los cuarenta grados centígrados, nos encontrábamos en la sala de la casa de nuestros anfitriones. Las paredes bloqueaban las pequeñas corrientes de aire que circulaban en el exterior. En el fragor del debate sobre el cuidado de las mascotas, se delineaban dos posturas diametralmente opuestas. Nuestros anfitriones propusieron dejarnos al cuidado una gatita y un perro, sus mascotas, mientras ellos estuvieran de viaje a su tierra natal. Nosotros, les explicábamos que nuestras circunstancias nos impedían hacernos cargo de las mascotas en esos momentos, de cubrir sus necesidades y de brindarles las atenciones que requerían. Con cierto disgusto y en un ambiente que comenzaba a caldearse, insinuaron que nuestra negativa no era más que una señal de falta de amor, bondad y compromiso. Una afirmación atrevida y arriesgada. A estás alturas, ambas partes, susceptibles a la visión contraria, optamos por el silencio, reservándonos el malestar y la incomodidad generada. Sin embargo, en mi mente continuaba dándome vueltas el tema. Trataba de ver con equilibrio las dos posturas. Por un lado, pensaba en todo lo que implicaba el cuidado de estas mascotas. Algo de lo que fui testigo por mucho tiempo. Toda una serie de responsabilidades que requieren de la inversión constante de tiempo para su alimentación, higiene, ejercicio y atención médica, además de la provisión de un espacio vital adecuado a sus necesidades; un significativo compromiso. Y, por otro lado, pensaba en lo que implicaría para nosotros comprometernos a adquirir una responsabilidad de esta magnitud y sin tener las condiciones idóneas. A medida que las horas avanzaban, aquel asunto, que por un momento había parecido crucial y apremiante, fue perdiendo nitidez en la memoria de todos. Las nuevas conversaciones y los quehaceres del día fueron tejiendo un velo de olvido sobre él.
Una sombra oscura danzaba intermitente ante mis ojos avanzando con la determinación silenciosa con la que el manto de la noche me cubría. La habitación, que hasta hacía poco había sido un hervidero de actividad y pensamiento, ahora comenzaba a difuminarse. Afortunadamente, la cama, ese refugio prometido de suavidad y reposo, se encontraba a escasos metros de mí, esperando como una isla de calma en medio de este creciente sopor. Con pasos vacilantes, guiados más por el instinto que por la plena conciencia, me dirigí hacia ella, anhelando el contacto fresco de las sábanas y la promesa de un descanso reparador.