El color de mis días

El día después del quiebre

No podía digerir la realidad. Era como si el mundo se hubiera vuelto demasiado grande para mi cuerpo, demasiado pesado para mis pensamientos. Me sentía indefensa ante necesidades tan básicas como acudir a una consulta médica, reparar los daños que se acumulaban en casa y en el vehículo, o simplemente disfrutar de un alimento rico y saludable. Todo parecía fuera de alcance, como si el dinero —ese recurso tan concreto y silenciosamente cruel— se hubiera evaporado justo cuando más lo necesitaba.

Era como si un tsunami se abalanzara sobre mí, sin aviso, sin tregua. No hubo tiempo de correr, ni de buscar un lugar alto donde refugiarme. La ola me arrastraba con fuerza, y yo solo podía sostenerme de lo que no se ve: la fe, la esperanza, la memoria de días mejores. Cada necesidad no atendida se convertía en una punzada, una grieta más en la estructura de mi cotidianidad. El cuerpo dolía, la casa se deterioraba, el vehículo se volvía un símbolo inmóvil de todo lo que ya no podía avanzar.

Y, sin embargo, en medio de ese caos, algo dentro de mí se negaba a romperse del todo. Había una voz suave, persistente, que me recordaba que la reinvención no siempre nace del deseo, sino de la urgencia. Que a veces, el alma aprende a crear no porque quiere, sino porque no tiene otra opción. Así comencé a reinventarme cada día, no como quien elige un nuevo camino, sino como quien reconstruye el mismo puente con las pocas tablas que le quedan.

Una venta de frutos secos, reparar computadoras, transcribir, investigar, procesar datos, desarrollar páginas y aplicaciones web… cada habilidad se convirtió en un ladrillo para levantar una nueva vida. Hacer deporte, dormir suficiente, mantener una buena higiene, conversar con amigos, además de una buena taza de café todas las mañanas, se transformaron en rituales sagrados, pequeñas ceremonias de renovación. No eran lujos, eran actos de resistencia. Cada uno me recordaba que aún estaba viva, que aún podía elegir cómo responder al dolor.

La cotidianidad dejó de ser una carga y empezó a ser una ofrenda. En cada tarea, por más sencilla o técnica que fuera, había un hilo invisible que me conectaba con mi propósito. No era solo sobrevivir: era aprender a vivir con dignidad, con creatividad, con la certeza de que incluso en medio de la escasez, el alma puede florecer.

Recuerdo esa mañana en la que el sol apenas se filtraba por la ventana, como si dudara si valía la pena iluminar aquel día. Me acerqué al refrigerador con la esperanza ingenua de encontrar algo que pudiera convertirse en desayuno. Al abrir la puerta, el silencio fue más elocuente que cualquier palabra: solo había agua, un paquete de alcaparras y dos botellas que asomaban tímidamente sus residuos —una con los últimos rastros de vinagre, la otra con un hilo de salsa de ajo que se aferraba a las paredes del envase como si también se resistiera a desaparecer.

Ese vacío no era solo físico. Era una metáfora viva de nuestra situación. El refrigerador, que alguna vez fue símbolo de abundancia, de celebraciones, de comidas compartidas, se había convertido en un altar de lo que ya no estaba. Me quedé allí unos segundos más, contemplando ese paisaje de ausencia, como quien espera que el silencio le revele una receta olvidada. Justo cuando mi mente empezaba a divagar entre recetas imposibles y milagros gastronómicos, el sonido hueco de las cholas de mi esposo interrumpió mi concentración, como un tambor inoportuno que me devolvía a la realidad.

Se asomó con su típica sonrisa de “yo no fui” y, con una mezcla de optimismo y descaro, soltó: “¿Qué harás para comer?” Lo miré. Lo miré como quien mira a un alquimista que cree que puede convertir el plomo en pabellón criollo. Y aunque la respuesta lógica era “una ensalada de ilusiones”, no pude evitar reírme. Porque en esta casa, si algo sobra, es el ingenio.




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