El color de mis días

Cuando el señuelo es la indiferencia

La habitación no tenía ruido, pero tampoco silencio. Era esa clase de quietud que no consuela, que más bien pesa. No había palabras ni gestos, solo su presencia: intacta y lejana. Segundos antes se había asomado, rozándome sin intención, y ahora se acomodaba en la cama como si ese espacio le perteneciera desde siempre, como si yo no estuviera.

Me sumergí en mi libro con la esperanza de encontrar el sosiego que había perdido, como si las palabras pudieran calmar la tormenta que aún sacudía mi mente con relámpagos tardíos. Estaba hastiada de intentar distinguir lo que era mío, de interpretar silencios, de construir significados, de vestirme de posibilidades y esperanzas cuando todo resultaba neutro, nulo, indiferente, un vacío que nunca esperó ser llenado. Y la esperanza no me defraudó esta vez. A medida que avanzaba en mi lectura, mi voz interior comenzaba a alinearse con mis emociones, como si cada palabra le ofreciera un hilo para volver a tejerme. Poco a poco, fui recuperando el centro, deshaciendo los nudos que la tormenta había dejado en mi mente. Me abría paso hacia una reconstrucción silenciosa, donde la paz no era solo un destino, sino el cimiento sobre el que empezaba a levantarme.

He de confesar que la trampa de ser víctima de tanta indiferencia no se cerró de golpe. Fue sutil, como una telaraña tejida con gestos ausentes y silencios prolongados. No hubo gritos, ni rechazo explícito. Solo una constante omisión, una forma de estar sin estar, de mirar sin ver, de convivir sin incluir.

Y yo, en mi afán de encontrar sentido, empecé a llenar el vacío con mis propias emociones. Le atribuía misterio al silencio, profundidad a la distancia, esperanza a la neutralidad. Me convertí en intérprete de lo que no se decía, en arquitecta de significados que nunca fueron construidos. Así, de manera casi imperceptible, me convertí en víctima de una ausencia que parecía inofensiva, pero que poco a poco fue erosionando mi juicio, mi paz, mi capacidad de distinguir entre lo que merecía y lo que simplemente aceptaba por costumbre. La trampa no era la indiferencia. Era mi necesidad de que esa indiferencia significara algo más. Y entenderlo fue el primer paso para liberarme.




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