El color de tu Recuerdo

Capitulo 13

Capítulo 13

Aura

Me alejé de ese lugar con las lágrimas corriendo por mis mejillas, sin poder contenerlas. No entendía por qué ella me odiaba tanto. Tenía todo lo que yo no tenía: belleza, dinero, un cuerpo perfecto, una familia poderosa y, además, tenía a Asher. ¿Qué le había hecho yo para merecer su desprecio?

Mi vida ya era lo suficientemente difícil en casa, donde los gritos y los golpes eran parte de mi rutina diaria. Mi padrastro descargaba su rabia en mí cada vez que podía, y mi madre... ella no me protegía. A veces, incluso era peor. Me lanzaba palabras como cuchillas y se aseguraba de hacerme sentir que no valía nada. Mi cuerpo estaba cubierto de moretones, así que siempre debía vestir prendas que los ocultaran. A veces, pensaba que Dios simplemente me había olvidado. Que si alguna vez fui su hija, ya me había abandonado.

Escuché la voz imponente del padre de Asher anunciando que su hijo daría unas palabras. No quería que nadie me viera así —rota, con los ojos hinchados, el alma hecha trizas—, así que me escondí entre los árboles del jardín y lloré en silencio mientras la ceremonia continuaba.

Cuando ya no sentí ruido ni voces, me quedé sentada en el césped húmedo, observando cómo el sol se desvanecía poco a poco. No sé en qué momento, pero el cansancio me venció y me quedé dormida ahí mismo, con la brisa acariciándome el rostro y la tristeza arrullándome.

—La bella durmiente ha despertado —escuché de repente, con una voz familiar.

Abrí los ojos de golpe. Asher estaba ahí, parado frente a mí con una media sonrisa en el rostro.

—Hola, Aura.

—Hola, Asher —respondí, frotándome los ojos y sintiendo una oleada de vergüenza. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí? ¿Me había visto dormir? ¿Y si había roncado? ¿O babeado? ¡Qué vergüenza!

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —pregunté, más para romper el silencio que por curiosidad real.

—Lo suficiente para verte dormir —respondió con una sonrisa más amplia.

Se sentó a mi lado y me entregó una bolsita de papel. Dentro había un cheesecake de avellana. Mi favorito.

—Gracias... —dije, sorprendida—. ¿Por qué me lo das?

—Por nada. Solo tómalo —respondió con naturalidad—. Yo traje uno de chinola.

No me sentía con fuerzas para volver a casa todavía, así que me quedé allí. Él destapó su postre y comenzó a comer, tranquilo, como si estuviéramos en cualquier otro lugar, en cualquier otro momento.

—Ya todo terminó —murmuró.

—Gracias —susurré, llevándome un bocado a la boca. El sabor era suave, dulce… reconfortante.

—Esto es de la pastelería del señor Mauro, ¿verdad? —pregunté, sonriendo sin querer.

—Sí —asintió—. Son mis favoritos.

Sonrió. Y por un instante, no parecía el Asher distante y arrogante del instituto. Su rostro se iluminó con una calidez tan sincera que me dejó sin aliento.

—No sabía que venías al convento —comentó después.

—Vengo los sábados a ayudar a las monjas con los niños —le dije, bajando la mirada.

—Eso es admirable.

—No tengo mucho que ofrecer, pero… si puedo ayudar con algo, aunque sea limpiando, me hace sentir útil. Y los niños… ellos son lo mejor de todo.

—¿Puedo venir contigo la próxima semana? —preguntó de repente, girándose hacia mí—. No tengo planes y, sinceramente, no quiero estar en casa.

Quise preguntarle por qué. ¿Cómo alguien con tanto dinero, con una vida aparentemente perfecta, no quería estar en su casa? Pero no lo hice. No quise romper el momento ni invadirlo.

—Claro —respondí con una sonrisa tímida—. Pero no te quejes si terminas adolorido. Los niños no perdonan.

—¡Oye! ¿Acaso dudas de mis habilidades físicas? Soy fuerte, resistente… y perfecto —bromeó, haciendo una pose exagerada.

Reí. Por primera vez en días, reí de verdad.

—¿Qué es lo que más te gusta de estar aquí? —preguntó luego, acomodándose en el césped.

—Los niños —dije sin dudar—. A pesar de todo lo que han vivido, siempre tienen una sonrisa para dar. Nunca se rinden. Me inspiran.

Asher asintió, reflexivo.

—Debe ser bonito tener algo así. Algo que te haga sentir... bien.

—¿Tú no tienes eso?

—Creo que lo tenía… pero se fue con mi hermano.

El silencio cayó entre nosotros. No era incómodo. Era uno de esos silencios que te permiten respirar, sentir y pensar sin que nadie te exija hablar.

Lo observé de reojo. Había tristeza en sus ojos, una sombra que no se iba, aunque él sonriera. Y fue ahí, en ese instante, que entendí que no estaba solo roto por fuera… lo estaba por dentro. Como yo.

Pasamos el resto de la tarde juntos. Yo le hablaba de los niños, de lo mucho que me hacían reír, de las historias que inventaban, y él me escuchaba como si mis palabras fueran importantes.

Por primera vez en mucho tiempo, me sentí escuchada. Me sentí vista.

Y eso... eso me gustaba más de lo que podía admitir.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.