El nuevo día ha llegado, pero poco he conciliado el sueño. Me preocupa demasiado la situación de mi amigo y me devora la incertidumbre de saber qué sucedió con él. Además, no he logrado resolver el enigma de la noche anterior, y eso me ha dejado algo desconcertado. ¿Qué hacía en la ciudad esa mujer Verde, y cómo fue que se esfumó sin dejar rastro?
Decido hacer a un lado tales pensamientos y me levanto para preparar el desayuno y el almuerzo a mi padre, quien todavía sigue enfermo. Su malestar empeoró durante la noche, el dolor es insoportable y se encuentra muy débil. Me desgarra el corazón verlo en ese estado, pero trato de ser fuerte por él.
Termino mis actividades en mi casa y parto con rumbo hacia mi lugar de trabajo. De pronto, no muy lejos de donde me encuentro, distingo la figura de alguien que me resulta conocido. Lo sigo por un momento y luego me oculto detrás de un muro en un callejón solitario y solo muestro mi rostro.
—Cyan —le hablo de forma que nadie más se dé cuenta de que me encuentro allí.
—¿Flint? —responde él a la vez que se vuelve sobre sus talones, y entonces ve mi cara asomada por el borde de la pared. Al verme, su expresión muestra preocupación y temor, y con ese mismo sentimiento se acerca hasta mi presencia, nervioso y un tanto encorvado.
Después de que él y yo nos internamos en el callejón, procedo a darle un saludo con un abrazo fuerte.
—Estuve muy preocupado por ti. No tienes idea lo mucho que me dolió ver cuando la oficial te llevaba al cuartel. Llegué a temer por tu propia vida. Dime, amigo, ¿qué sucedió? —indago con gran ansiedad.
Cyan suspira y vuelve su mirada hacia atrás. Se le ve tenso y estresado, e incluso un tanto agotado en su rostro.
—Lo lamento, Flint —responde entristecido, y esto no me indica nada bueno—. Me encerraron, me interrogaron, preguntaron cuánto tiempo teníamos en contacto y qué era lo que hacía por ti. Ellos lo saben, Flint —habla consternado—; saben de nuestra amistad, saben que te ayudaba con alimentos y de otras maneras. Iban a encerrarme, pero mi padre se presentó e intercedió por mi. Pagó una gran fianza, me liberaron al anochecer y me prohibieron verte de nuevo. Ahora me vigilan, y vigilan mis acciones y mis movimientos. Si me encuentran contigo, será el final, no solo para mí, sino para los míos —expresa. Sus emociones están agitadas y sus ojos se ven al borde de las lágrimas; no cabe duda que atraviesa por un gran estrés—. No quiero perder mi amistad contigo, pero no deseo ver sufrir a mi familia —finaliza cabizbajo.
—Entiendo —suspiro resignado y lleno de pesar.
—Siempre recordaré lo nuestro con gran cariño —continúa—. Fue breve, pero fue la mejor amistad que he entablado en mi vida.
—Opino lo mismo —sonrío.
—Tengo que irme —señala, entonces se acerca y me da un abrazo de despedida—. Te cuidaré —susurra a mi oído—. No me verás, pero allí estaré para ti. Haré lo posible por ayudarte en lo que me lo permitan las circunstancias.
—Gracias —respondo con voz seria.
Hecho esto, me da una palmada en el hombro y pasa a marcharse. Puedo ver la tristeza en su rostro cuando se despide de mí, y me pregunto si algún día lo veré de nuevo. Entonces permanezco de pie conforme le veo alejarse y, una vez que se pierde de vista, continúo con mi camino.
Es inevitable, ha llegado el adiós. La luz que orientaba mis pasos en la oscuridad ahora se ha apagado, y vuelvo a andar a tientas.
Llego a la posada del señor Gamboge y me preparo para otro día de trabajo. Sin embargo, al llegar escucho un intenso alboroto proveniente del comedor. Instantes después, el señor Mostaza, el cocinero y mano derecha del señor Gamboge, ingresa a la cocina vuelto un remolino, y presuroso se dirige hacia mí.
—¡Tienes que salir de inmediato! —ordena enérgico, y yo todavía no logro salir de mi desconcierto.
—¿Qué sucede? —curioseo.
—¡Son los guardias Rojo! —Advierte, y mis compañeros de trabajo solo abren sus ojos enormes, con un gesto lleno de sorpresa—. Alguien les informó que aquí trabajaba una mezcla, y han venido a investigar. Ve afuera, ¡ahora! Si te descubren, nos meterán en prisión y cerrarán el negocio.
Aterrado, arrojo el trapeador al suelo y corro hacia el cuarto de limpieza. Abro la entrada e ingreso al cuarto que sirve de bodega de artículos viejos. A tropezones, llego hasta la salida oculta y procedo a abandonar el establecimiento. Es entonces cuando me percato que me he olvidado de quitarme el delantal, por lo que me apresuro a removérmelo.