El color del cambio

6

 Han transcurrido poco más de una semana, la más eterna y tormentosa que he vivido desde que tengo memoria. Me encuentro débil, cansado y lleno de dolor pues no me han tratado bien en este lugar. Poco o nulo alimento me han dado estos días, y en mi cuerpo hay marcas de golpes que recibí de los guardias Rojo. Una mezcla encerrada en un sitio lleno de las personas más violentas y cargadas de odio que uno pueda encontrar es, sin duda, la receta perfecta para el desastre.

Me encuentro encerrado en una celda apartada de las demás, con paredes de piedra sin ventana, una puerta y una pequeña rendija en ella. No hay otra persona con la que pueda tener contacto salvo con los guardias, e incluso ellos aplican su ley de hielo para conmigo. Si intento hablarles recibo una reprimenda, así que me conviene permanecer en silencio.

De pronto, un guardia se acerca a mi puerta y asoma su rostro por la ventana.

—¡Mestizo! —llama con brusquedad, y levanto mi mirada hacia él—. Anda, sal de allí —indica, y procede a abrir la puerta.

—Déjeme adivinar, ¿otro correctivo por mi penitencia? —pregunto con fastidio. Así llaman ellos a las golpizas que me propinan cada cierto tiempo a manera de castigo.

—Tienes suerte, una persona se apiadó de ti y pagó una gran suma por tu libertad esta mañana, pero debido a la ley aplicada para las mezclas solo puedes ser liberado de noche, así que ya eres hombre libre... Por el momento —concluye con una sonrisa un tanto siniestra.

—¿Dijo su nombre? —indago extrañado, pues no esperaba que alguien abogara en mi favor.

—Prefirió permanecer en el anonimato —responde el hombre con tono hosco.

Por alguna razón el nombre de Cyan cruza por mi mente de inmediato, así que le agradezco en silencio por tan inmerecido sacrificio.

El guardia me escolta hasta la salida de la prisión, entonces me empuja y cierra la puerta detrás de mí.

Aunque soy libre, la incertidumbre me inunda. No me permitieron recibir informes sobre mi padre durante mi estadía en la prisión, y supongo que él tampoco fue advertido de mi situación. El solo imaginar lo que ha sufrido por no saber de mi paradero me hace sentir desesperado. No tengo la certeza si lo encontraré con vida o si habrá sucumbido a su enfermedad.

Camino por las frías calles de la ciudad mientras respiro aliviado por encontrarme fuera de ese sitio oscuro y repugnante. Mis pasos son lentos y tambaleantes como los de un animal a punto de morir. Siento que mi cuerpo pesa una tonelada y tiemblo demasiado, y a cada paso que doy estoy seguro que me desplomaré; pero no pienso rendirme, pues el deseo de llegar a casa y ver a mi padre me alientan a seguir.

Ha transcurrido poco más de una hora y por fin me encuentro en mi morada. Al llegar, percibo que las luces están encendidas, lo que me llena de sospechas. Abro ansioso la puerta de mi casa y me adentro presuroso, sin temor

—¡Padre! —llamo con fuerza.

Unos pasos se acercan hasta donde me encuentro, y se divisa una silueta no muy grande. Estoy seguro que no es él, pues a duras penas podía moverse.

De pronto, aparece una mujer Blanco. Su apariencia es hermosa, aunque es bastante mayor de edad, casi como mi padre. Lleva puesto un vestido largo muy sencillo y un trenzado alto en el cabello.

—¿Quién es usted? —inquiero desconcertado.

—¡Por todos los colores! —expresa la mujer llena de asombro, y se acerca hacia mí con lentitud—. ¡Flint, eres tú!

Ella extiende su mano para tocar mi rostro, pero retrocedo unos pasos. No tengo ni la más remota idea de quién es esa persona o cómo es que conoce mi nombre, y esto es más que suficiente para provocarme cierta desconfianza.

—Tranquilo —habla ella con voz tan suave y cariñosa como la de una madre, entonces me toma del hombro con su mano izquierda y coloca su mano derecha sobre mi mejilla justo donde tengo un gran golpe reciente que me duele bastante, por lo que no logro evitar soltar un quejido—. Estás herido —murmura—. Debiste sufrir demasiado en ese sitio —comenta. Luego me toma de la mano y me conduce hasta una de las sillas—. Ven, toma asiento —indica.

—Espere, un momento, ¿quién es usted?

—Mi nombre es Perla —responde, y añade con leve vacilación en sus palabras—, y soy amiga de tu padre. Déjame atender tus heridas —expresa, y entonces se adentra en el cuarto de mi padre. Momentos después aparece con un cubo pequeño con agua en una mano y un trozo de tela, los deja en la mesa para volver y ahora sale con un tarro con ungüento, alcohol, algodón y vendas en sus manos.

—Mi padre; ¿está él aquí? —averiguo intranquilo.




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