El color del cambio

8

 Luego de tomar la importante decisión de acompañar a la señorita Perla al palacio, pasamos la noche en casa y descansamos un poco. Al día siguiente, luego de desayunar, partimos.

Fue un poco extraño despedirme de ese sitio. Hay muchos recuerdos que han quedado grabados en mi memoria, pero si lo que la señorita Perla tiene planeado para mi futuro es exitoso, no echaré de menos la miseria en la que vivía.

Ya es la primera hora de la mañana. Avanzamos por las calles de la ciudad montados en un vehículo similar a un carruaje antiguo pero con motor eléctrico conducido por uno de los cocheros de la señorita Perla. Me encuentro en la parte trasera, llevo sobre mi cuerpo la capa que a ella le pertenece, así como un par de guantes fabricados con el mismo material para ocultar mis manos y, a petición de ella, cubro también mi rostro y trato de mantenerme oculto en el vehículo.

Conforme continuamos en nuestro trayecto hacia el palacio, pienso en todo lo que sucedió durante la noche y esa charla sobre descubrir mi propósito en este mundo. Jamás había contemplado posibilidad alguna para mi vida; de hecho, ni siquiera tengo la más remota idea de lo que deseo hacer con ella, pero supongo que eso se debe a que nunca tuve demasiadas oportunidades de crecer como persona en este sitio. Ahora que una se ha abierto frente a mí, trataré de aprovecharla en lo sumo posible; solo espero que algo bueno salga de todo esto.

Luego de poco más de una hora de trayecto por fin llegamos a la zona principal dentro de la ciudad. Se trata de una suerte de ciudadela, un lugar rodeado por una muralla con numerosas entradas. Llegamos a una de las puertas y nos encontramos con un grupo de guardias Rojo que vigilan el paso.

—Mantente abajo, y no llames demasiado la atención —indica en voz baja. Yo solo accedo y me oculto bajo el asiento.

Los guardias Rojo se acercan al carruaje, y escucho que, de pronto, se detienen junto al vehículo.

—Buen día, su Alteza real —expresan los soldados.

—Buen día, caballeros —responde ella con amabilidad.

—¿De dónde viene? —interroga uno de ellos.

—Salí a visitar a una persona; un amigo muy especial —habla la señorita Perla.

—De acuerdo —dice uno de los guardias—. ¡Abran la puerta! —ordena después.

—Gracias. Que tengan un excelente día, caballeros —se despide la señorita Perla.

—Gracias, su Alteza. Le deseamos lo mismo para usted —dicen los soldados.

Acto seguido, el vehículo vuelve a ponerse en marcha y comienza a avanzar. Asomo un poco la cabeza y percibo que atravesamos la puerta. Al entrar a la ciudadela, alcanzo a distinguir tan solo una pizca del sitio en el que nos encontramos. Veo un poco de los edificios, algunos árboles y alguna que otra estructura y monumento que allí se encuentra.

No tardamos demasiado en llegar hasta un sitio en el que el carruaje se detiene por completo.

—Hemos llegado —anuncia la señorita Perla.

Me levanto de mi escondite y puedo ver con mejor detalle el sitio en el que me encuentro, lo que me llena de asombro. El terreno es muy amplio, casi tanto como la antigua comunidad Verde. Frente a nosotros se encuentra el palacio real, la más enorme edificación jamás vista en mi vida. No alcanzo a contemplar por completo lo majestuoso que es el edificio que tengo frente a mí, así que cualquier descripción que proporcione se quedaría pequeña. Lo único que puedo decir, además de su tamaño, es su curioso color. Su estructura de piedra está intacta, libre de cualquier otro pigmento salvo el que las piedras tienen por naturaleza, y para ser sinceros, no es muy diferente de mi tono de piel. Tal vez si me quito mis prendas de vestir y me quedo quieto el tiempo suficiente junto a ellas, podría pasar desapercibido, e incluso podría fingir que soy una escultura como las tantas que adornan el palacio. También noto allí mismo muchas plantas, arbustos y estatuas en los jardines cercanos.

Bajamos del carro la señorita Perla y yo, y este se retira. El lugar donde descendemos es la entrada principal. Hay un pequeño puente que debemos atravesar, y luego subir unas escaleras. Al final de estas se encuentra una gran puerta hecha de madera y hierro, y a cada lado de ella hay un guardia Rojo. No puedo evitar estremecerme al verlos, así que hago todo lo posible por mantener la calma.

—Tranquilo, Flint; todo está bajo control —indica la señorita Perla con voz calmada y susurrante, y yo asiento—. Buenos días —saluda con efusividad.

—Buenos días, su Alteza real —expresan los guardias a la vez que se colocan en posición firme.

—¿Quién es esa persona? —señala uno de los guardias hacia mí.




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