El Color Oculto Del Alma

Capítulo 1: El Espectador Azul

La ciudad nunca dormía, ni siquiera en el silencio de la madrugada, cuando solo las luces dispersas de los edificios parpadeaban como ojos cansados. Pero para él, el hombre de azul, era en esas horas cuando el mundo parecía gritar más fuerte su soledad. Se llamaba Daniel. Y desde la ventana de su pequeño apartamento, en el corazón de esa jungla de concreto, cada noche se convertía en un espectador silencioso de las vidas ajenas.
"Pero no saben cómo duele ser el de azul." Suspiró, repitiendo la frase que se había tatuado en el alma, una letanía silenciosa que lo acompañaba desde hacía años.
Afuera, la vida se desplegaba en viñetas iluminadas.
Arriba, en el ático, la pareja de la barbacoa reía, brindaba con copas de vino. Se veían perfectos, inalcanzables. Daniel recordaba haberlos visto discutir una tarde, las voces ahogadas por el cristal, pero sus gestos eran de furia contenida. Al día siguiente, sonreían de nuevo. Un eco frío de la mentira que era su propia vida antes de que decidiera, por fin, despojarse de la armadura.
A su derecha, la familia feliz. Padres e hijos jugando a la pelota en la sala, sus risas resonando incluso a través de los muros, un sonido que para Daniel era tan dulce como amargo. Recordaba el día que el padre había subido al ascensor con los ojos enrojecidos y la camisa arrugada, y la madre con una expresión de hielo que no cuadraba con las risas que ahora se escuchaban. ¿Acaso eran actores en sus propias vidas?
A su izquierda, la pareja acurrucada en el sofá, bajo la luz tenue de una lámpara. Parecían la imagen de la paz, la intimidad. Pero Daniel había notado los silencios prolongados entre ellos, la forma en que el hombre revisaba su teléfono compulsivamente cada vez que la mujer se levantaba, y cómo ella evitaba su mirada a veces, con un dolor tan profundo en los ojos que traspasaba el cristal.
Y abajo, en el piso de la fiesta, las luces de colores y la música amortiguada. Voces eufóricas, la celebración de un nuevo comienzo, tal vez. Daniel recordaba haber visto a la mujer del vestido rojo, la anfitriona, sentada sola en el balcón una madrugada, fumando y llorando en silencio. ¿Qué tristeza se escondía detrás de tanta alegría impostada?
Él, Daniel, había intentado encajar. Había intentado sonreír cuando su corazón estaba roto, fingir cuando su alma gritaba. Hasta que un día, la fachada se desmoronó. Se dio cuenta de que el verdadero dolor no era la soledad, sino la soledad disfrazada de compañía, la mentira de una felicidad que nunca fue suya. Decidió entonces abrazar su azul, su auténtica tristeza, su camino solitario. Pero, ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo el alma podría soportar el peso de esa verdad, anhelando un color distinto, uno que no fuera azul, pero tampoco una farsa?
"Soy el de azul," susurró, y una lágrima silenciosa rodó por su mejilla, mezclándose con el reflejo de las luces de la ciudad. "Y aunque me duela, al menos yo... yo soy real."
Pero una parte de él, una parte muy pequeña y vulnerable, se preguntaba si ser real era suficiente para sanar. Si el amor propio podía, por sí solo, llenar el vacío de un abrazo anhelado, de una mirada que te viera no como un espectador, sino como alguien digno de ser amado, justo como era, con su color azul. La ciudad seguía su monótono latido, y Daniel, el hombre de azul, seguía esperando algo más que el reflejo de una felicidad ajena.




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