Daniel cerró los ojos y se dejó caer en el sofá. El frío del cuero sintético era un eco familiar de su soledad. La imagen de la pareja feliz, esa que se acurrucaba en el sillón de enfrente, se disolvió en su mente, dando paso a un recuerdo doloroso.
No hacía mucho, Daniel y Sofía habían sido esa pareja. La imagen de la pareja en la ventana parecía una copia al carbón de ellos, incluso la lámpara era idéntica a la que él y Sofía habían comprado en una tienda de antigüedades en un viaje que ya se sentía como una vida pasada. Recordaba el día que la trajeron a casa, riendo como dos tontos, prometiéndose que esa lámpara, esa casa, y ese amor, serían eternos.
Pero la lámpara, a diferencia del amor, no se rompió.
Sofía era la luz y el sol en su vida, una fuente inagotable de risas. O eso creía él. Su relación era un espectáculo perfecto, una obra de teatro con un guion impecable. Lo que no veía era lo que sucedía detrás del telón. Un día, por un capricho del destino, Daniel llegó a casa más temprano y encontró a Sofía. No estaba riendo, ni sonriendo. Estaba con otro hombre.
Las palabras fueron innecesarias. El silencio lo dijo todo. La lámpara, esa que prometía luz eterna, se sentía ahora como un faro que iluminaba la oscuridad de una mentira. Daniel se sintió como un espectador en su propia vida, solo que el guion había cambiado. Ya no era el protagonista, sino un extra que presenciaba una traición.
Ese día, el mundo de colores vibrantes que había conocido se desvaneció, y se pintó de azul. Un azul profundo y doloroso. La soledad que vino después no fue un castigo, sino una liberación. No tenía que fingir, no tenía que sonreír para una foto que no era real, no tenía que actuar para un público que no estaba allí. Ahora, su dolor era suyo. Su soledad era real. Y, aunque doliera, era su verdad.
Pero la verdad, a veces, es la carga más pesada de todas. Y el amor propio, por más que intentara construirlo, se sentía como un castillo de arena. Por las noches, cuando el silencio lo envolvía, se preguntaba si alguna vez volvería a ser "el hombre de colores". Si alguna vez encontraría a alguien que lo quisiera no por su papel en la vida, sino por él, por su color azul, con toda su tristeza y dolor.
Afuera, en el apartamento de la familia feliz, la risa de los niños se apagó. Una sombra cruzó la ventana, y las luces se apagaron una por una, dejando un vacío oscuro. Por un segundo, Daniel se preguntó si ellos también habían apagado su teatro, y si detrás de esa fachada, también se escondía un dolor invisible.
¿Debería seguir observando a sus vecinos, buscando en sus secretos la validación de que su dolor no era único? ¿O debería dejar de mirar y comenzar a construir su propio futuro, en un mundo que parecía diseñado para hacer que la gente se sintiera sola? La respuesta no era fácil. Y Daniel lo sabía.