El Color Oculto Del Alma

Capítulo 4: El Rastro Del Dolor En Un Héroe Silencioso

Daniel cerró la puerta. El silencio en el apartamento era diferente. Ya no era vacío, sino que estaba lleno de una presencia frágil. La niña se acurrucó en el sofá, abrazando un oso de peluche que el padre le había entregado. Él, con el rostro hundido entre las manos, se sentó en una silla, la espalda encorvada por el peso de la vergüenza.
Daniel se sentó frente a él, sin saber qué decir. No había palabras para un dolor tan crudo. Rompió el silencio con una simple acción: le ofreció un vaso de agua. El padre, sin levantar la vista, lo tomó con una mano temblorosa.
—Mi esposa... no sabe controlarse cuando discutimos—, murmuró el hombre, con la voz rota. —Ella es… es un alma de artista. Se desahoga con la ira. Yo... yo solo quería que nuestra hija no viera eso.
Daniel asintió. No juzgó. En su lugar, relató su propia historia. —Lo entiendo. Mi ex pareja... ella me hizo un favor. Me mostró que la soledad no es tan mala como la infelicidad disfrazada de compañía. A veces, la soledad es la única verdad que te queda—.
El hombre levantó la vista y lo miró. En sus ojos, Daniel vio el mismo dolor que lo había atormentado durante años. Una soledad enmascarada, un alma que buscaba un respiro.
—¿Entonces usted también es un alma rota?—, preguntó el padre.
Daniel se miró las manos y susurró: —Sí, soy el de azul.
La niña, que había permanecido en silencio, se acercó a Daniel y le tomó la mano. Sus dedos eran pequeños y fríos. La niña no preguntó, solo lo miró a los ojos. En su mirada, Daniel no vio lástima, sino una conexión. Dos almas heridas se encontraban en el silencio de la noche.
—Mi nombre es Emma—, dijo la niña, con una voz pequeña pero firme. —Y mi oso se llama Bubu.
Daniel le sonrió, y por primera vez en años, su sonrisa fue real. Era la primera vez que se sentía visto, no como el hombre de azul, sino como Daniel.
Unos minutos más tarde, Emma se durmió en los brazos de Daniel, su cabecita acurrucada en su pecho. El padre se sentó en el suelo, con la cabeza gacha, y Daniel acarició el cabello de la niña. En la oscuridad, se dio cuenta de que el amor no se encontraba en las fotos de Instagram o en las fachadas de la felicidad, sino en los momentos de vulnerabilidad.
El hombre, con el rostro oculto, sollozó en silencio. Y Daniel se dio cuenta de que no estaba solo. El dolor, a veces, es el único lenguaje que te conecta con otros. La tristeza era un hilo invisible que unía a las almas rotas.




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