La noche avanzaba y el silencio se hizo más denso, solo roto por el suave respirar de Emma en los brazos de Daniel y los sollozos ahogados de su padre. Daniel no podía simplemente sentarse y observar. Decidió que, por una vez, su historia no sería un espectáculo silencioso, sino un regalo. Le habló a Emma, con una voz baja y melodiosa que buscaba confortar no solo a la niña, sino también al padre y, en el fondo, a él mismo.
—Había una vez un hombre que solo podía ver el mundo en un color: azul. Todo lo que miraba, desde el cielo hasta las flores, estaba cubierto por un manto de tristeza. Los demás a su alrededor brillaban con colores vibrantes, pero él solo se sentía frío y solo. Trató de fingir, de pintarse de amarillo y de rojo para encajar, pero las falsas capas siempre se desvanecían, dejando al descubierto su azul.
Emma se removió en su sueño, su manita apretando el cuello de la camisa de Daniel. El padre levantó la cabeza, escuchando atentamente.
—Un día, el hombre se cansó de fingir. Decidió que su color azul era parte de él, una verdad. Y aunque dolía, era su verdad. Un día, una tormenta azotó la ciudad, y los colores de todos los demás se desvanecieron. Sus amarillos se volvieron grises y sus rojos se volvieron negros. Pero el azul del hombre, su tristeza, se mantuvo firme. No cambió, porque ya era parte de la tormenta.
Daniel sintió una lágrima tibia caer sobre su pecho. La historia no era solo de Emma, era su propia historia, desnuda. Continuó, su voz cargada de emoción.
—El hombre se dio cuenta de que su color no era una maldición, sino una fuerza. Y así, con el tiempo, otros que se sentían grises, se acercaron a él. Vieron que él no tenía miedo de su tristeza, y encontraron consuelo en su honestidad. Y lentamente, muy lentamente, el hombre de azul se dio cuenta de que no estaba solo. Encontró a otros que no necesitaban ser de colores vibrantes para ser felices. Solo necesitaban ser ellos mismos.
Al terminar, Emma lo miró, sus ojos llenos de una comprensión que superaba a su edad. —El azul es un color muy bonito, señor—, susurró. —Es el color del mar y del cielo cuando va a llover.
Las palabras de la niña fueron un puñal en el corazón de Daniel, no de dolor, sino de una tristeza tan profunda y hermosa que se transformó en gratitud. El padre se levantó, su rostro ya no tan tenso.
—No sé qué decir—, susurró. —Gracias... por todo.
Daniel simplemente asintió, su propio dolor siendo momentáneamente eclipsado por la alegría de haberle dado un poco de paz a esa familia. Entendió que su tristeza, su "azul", ya no era una prisión. Era un puente que lo conectaba con los demás, una forma de entender que el dolor no es una debilidad, sino una experiencia que nos une a todos.