El sexto día, cuando el cansancio ya se había vuelto parte del cuerpo, el grupo alcanzó la última colina. Desde allí, el horizonte se abrió ante ellos, revelando el corazón del imperio.
El palacio del Awki se alzaba en medio del valle como una joya tallada en la montaña. Sus muros de piedra pulida brillaban con la luz del amanecer, y en las terrazas altas ondeaban estandartes de color escarlata y oro. Más allá, las calles del Cuzco respiraban movimiento: artesanos, mensajeros, soldados, sacerdotes. Todo giraba en torno al poder del linaje real.
Chaska se detuvo, sin aliento. Jamás había visto nada semejante. Las construcciones parecían tocar el cielo, y el aire tenía un aroma distinto: incienso, flores secas y algo metálico, casi divino.
—Llegamos —anunció el capitán de los guardias—. Desde hoy, servirán al hijo del Inca, el Awki Amaru Qhapaq. No olviden, cada palabra, cada gesto, será observado.
Entraron por el gran portón de piedra. Los ecos de sus pasos resonaban bajo las bóvedas. Dentro, el silencio imponía respeto. Servidores y sacerdotes se movían con precisión, como si cada movimiento formara parte de un tejido invisible.
A los recién llegados los condujeron hasta un gran patio interior, rodeado de muros cubiertos por tallados. En el centro, una fuente de piedra vertía agua cristalina que caía en un compás lento, casi hipnótico.
Un hombre vestido con túnica azul, de rostro sereno y voz autoritaria, se presentó ante ellos.
—Soy Rumi Ñawi, sirviente del Awki. Desde ahora, están bajo mi cuidado. Aprenderán las costumbres del palacio y sus deberes. Aquí nada se improvisa, aquí todo tiene un orden.
Su mirada recorrió a los jóvenes uno por uno, hasta detenerse en Chaska.
—Tú… —dijo con un tono leve, pero firme—. ¿De qué ayllu vienes?
—De Hatun Qocha, señor.
Rumi Ñawi asintió lentamente.
—El Awki aprecia a los que vienen de las tierras altas. Dicen que en sus ojos habita la calma del amanecer. Te asignaré al grupo de los Yunacuna del jardín interior. Allí servirás cerca del príncipe.
El corazón de Chaska dio un salto. No sabía si debía sentirse afortunado o temeroso. Solo inclinó la cabeza.
—Obedeceré.
El mayordomo se volvió hacia los demás y ordenó:
—Descansen. Mañana comenzará su instrucción. El Awki los observará pronto.
Al caer la tarde, Chaska fue guiado hasta su alojamiento. una pequeña estancia con techo de paja, dentro del recinto del palacio. Desde su puerta, podía ver los jardines del interior: senderos de piedra, flores de colores que no conocía, y una laguna pequeña donde los peces dorados nadaban con calma.
Cuando el sol se escondió, el joven se sentó a observar el cielo que se encendía de rojo. Todo le parecía extraño, demasiado perfecto, demasiado ordenado. Pero algo en su pecho le decía que no debía temer.
En ese instante, una sombra se movió entre los pilares. Era un hombre joven, alto, vestido con una túnica blanca. Su porte era tranquilo, pero su mirada, fría y calculadora, brillaba como el filo de una obsidiana.
El desconocido se detuvo a unos pasos de él.
—Tú eres uno de los nuevos —dijo, con voz baja—. ¿Cómo te llamas?
—Chaska, señor.
El hombre asintió apenas.
—Soy Illa Yupanki, hijo del Inca. Algunos me llaman “Awki”.
Chaska sintió cómo el aire se le atascaba en la garganta. Se inclinó rápidamente, sin saber qué decir.
El príncipe lo observó en silencio unos segundos que parecieron eternos. Luego, sus labios se curvaron apenas, entre curiosidad y algo más.
—Levanta la cabeza. No temas. A veces, los ojos que no buscan el poder son los que más merecen mi confianza.
Y sin decir más, el Awki se alejó entre las columnas, dejando tras de sí el aroma a flores de kantuta y un eco de misterio que quedó flotando en el aire.
Esa noche, mientras las antorchas del palacio titilaban como luciérnagas, Chaska supo que su vida ya no le pertenecía solo a su ayllu, sino al destino que lo había llevado hasta el corazón del imperio.
Al amanecer del día siguiente, el sonido de los caracoles sagrados resonó por los pasillos del palacio. Los nuevos yanacunas se alinearon en el patio, aún somnolientos, mientras el sirviente Rumi Ñawi supervisaba cada detalle con mirada de halcón. Chaska, con el rostro lavado y la túnica bien ajustada, intentaba contener la ansiedad que le revolvía el estómago.
Los Yunacuna del jardín interior fueron conducidos hacia los patios donde las flores despertaban con el sol. El aire olía a humedad y néctar. Chaska, con una cesta de hojas frescas en las manos, comenzó su labor en silencio. No sabía que el destino volvería a ponerlo frente al príncipe ese mismo día.
Desde el corredor superior, el Awki Amaru observaba el movimiento de los sirvientes. Sus ojos seguían cada gesto, cada palabra no dicha. Era conocido por su prudencia y por su desconfianza. Nadie se acercaba demasiado a él sin pagar el precio del escrutinio.
—Ese joven… —dijo el Awki sin apartar la vista—, el de la túnica parda.
Rumi Ñawi, que estaba a su lado, inclinó la cabeza.
—Es Chaska, mi señor. De Hatun Qocha. Le asigné el jardín interior como ordené.
—Hatun Qocha… —repitió el Awki, pensativo—. Tierra de pastores y hombres callados. Los callados suelen esconder algo.
Más tarde, cuando Chaska arreglaba las piedras alrededor de la fuente, escuchó pasos detrás de él. Al volverse, lo encontró allí: el príncipe, con su túnica blanca que brillaba bajo el sol como si la luz misma lo siguiera.
—Tú eres el nuevo...—dijo el Awki, su voz serena pero cortante—. ¿Acaso tu labor es observar el cielo o trabajar?
Chaska se apresuró a inclinarse.
—Perdón, mi señor. Solo me aseguraba de que el agua fluyera correctamente.
El príncipe dio un paso más cerca. Su mirada era fría, inquisitiva.
—¿Y tú qué sabes del fluir del agua? Los campesinos entienden la tierra, no los canales del palacio. Aquí todo obedece a un orden que tú desconoces.