El condor y la llama

Bajo la mirada del Awki

resto del día transcurrió bajo un sol implacable. Chaska trabajó sin descanso, tratando de no pensar en el encuentro con el príncipe. Cada palabra del Awki resonaba en su mente, como si su voz se hubiera quedado atrapada en el murmullo del agua.
Al caer la tarde, cuando el trabajo terminó, los sirvientes fueron liberados para comer y descansar. Chaska, sin embargo, se quedó unos minutos más en el jardín, observando cómo la luz se apagaba sobre los estanques. El reflejo del cielo se mezclaba con los peces dorados, y por un momento, todo pareció en calma.

—¿Por qué sigues aquí? —preguntó una voz a sus espaldas.
Chaska se volvió. Era Rumi Ñawi, de brazos cruzados, con su túnica azul impecable y el ceño ligeramente fruncido.
—Solo… terminaba de ordenar, señor.
—No te demores tanto. En el palacio, la puntualidad es respeto —replicó el mayordomo, aunque su tono no era del todo severo.
Chaska asintió.
—Sí, señor.
Al amanecer siguiente, los Yunacuna del jardín fueron llamados de nuevo. Pero esta vez, antes de comenzar sus labores, un mensajero con vestiduras doradas apareció en el patio. Su sola presencia hizo que todos se inclinaran.
—Por orden del Sapa Inca, se solicita la presencia del joven llamado Chaska de Hatun Qocha.

Un murmullo recorrió el lugar. Rumi Ñawi se volvió lentamente hacia él, con el ceño fruncido.
—Has sido llamado por el Sol mismo —dijo en voz baja—. Pocos pisan la sala del Sapa Inca y regresan siendo los mismos.

Chaska sintió cómo el corazón le golpeaba el pecho. Con la túnica aún húmeda por el rocío, siguió al mensajero por los pasillos amplios del palacio. Las paredes estaban cubiertas de tejidos dorados y símbolos sagrados; el aire olía a incienso y hojas de coca.

Al llegar a una gran sala iluminada por haces de luz que caían desde lo alto, se detuvo. En el centro, sobre un trono de piedra tallada, estaba él:
el Sapa Inca, vestido con un unku rojo y una mascaipacha que brillaba como fuego.

Chaska se arrodilló de inmediato.
—Levántate, hijo de las montañas —dijo el Sapa Inca con voz profunda, que resonaba en los muros—.
He oído de ti. Dicen que tus ojos miran con respeto, pero no con miedo.

Chaska levantó la vista apenas, tembloroso.
—No soy digno de estar ante usted, mi señor.
El Inca lo observó largo rato, con una mirada serena pero impenetrable.
—Nadie lo es. Pero el imperio no se levanta solo sobre los poderosos, sino también sobre los que escuchan al viento.

El Sapa Inca hizo un gesto, y uno de los quipucamayoc se acercó con una cuerda de nudos finamente trenzados.
—Necesito manos limpias para ayudar a custodiar los registros de la Casa del Sol. Quiero saber si las tuyas lo son.

Chaska bajó la cabeza.
—Lo son, mi señor.
—Veremos —respondió el Sapa Inca, con un destello en los ojos—.
Desde hoy, servirás bajo la mirada del Awki Amaru, mi hijo. Él juzgará si mereces estar aquí.

El joven sintió un escalofrío. No sabía si aquello era una bendición o una prueba. Solo respondió:
—Obedeceré, Sapa Inca.

El emperador asintió levemente.
—Hazlo bien, Chaska. Porque quien sirve cerca del Sol… también puede arder en su fuego.
Cuando los guardias lo escoltaron fuera de la sala, Chaska sentía las piernas pesadas, como si cada paso lo acercara a un destino del que no podría escapar. Rumi Ñawi lo esperaba en el corredor, con el rostro más serio que nunca.
—El Sapa Inca ha decidido confiarte al cuidado del Awki Amaru Qhapaq —dijo—. No hables más de lo necesario. Observa, escucha y obedece.

Chaska asintió, intentando disimular el temblor de sus manos. Siguió al mayordomo por un pasillo largo, cubierto de cortinas escarlatas y figuras talladas en oro. El aire olía a flores de kantuta y resina quemada.
Al final del corredor, se abría una gran terraza que daba al valle. Allí, de pie, estaba el príncipe.

El Awki Amaru Qhapaq observaba el horizonte con los brazos cruzados. Su túnica blanca resplandecía bajo el sol, y una banda dorada ceñía su frente. No necesitaba hablar para imponer respeto; su sola presencia bastaba.

Rumi se inclinó profundamente.
—Mi señor, traigo al joven Chaska, de Hatun Qocha. El Sapa Inca ha ordenado que sirva bajo su vigilancia.

El Awki giró lentamente la cabeza. Sus ojos, oscuros y agudos como el filo de un cuchillo, se posaron en Chaska.
—Así que tú eres el elegido por mi padre —dijo con voz tranquila, pero cargada de desconfianza—.

Chaska bajó la vista.
—Solo cumplo lo que se me ordena, mi señor.

El príncipe avanzó unos pasos, midiendo cada palabra.
—Mi padre rara vez se equivoca, pero a veces confía demasiado en los rostros inocentes. ¿Qué vio en ti, campesino? ¿Una virtud… o una amenaza?

Chaska sintió que el aire se le helaba en el pecho.
—No lo sé, mi señor. Tal vez solo quiso ponerme a prueba.

Amaru esbozó una media sonrisa, sin calidez.
—Las pruebas revelan lo que uno es en verdad. Y en este palacio, cada mirada, cada silencio, tiene un precio.
Se inclinó un poco, lo bastante cerca para que Chaska sintiera su respiración.
—Si has venido con intenciones ocultas, te lo advierto: antes de que el sol caiga, lo sabré.

—No tengo secretos, mi señor —respondió Chaska, intentando mantener la calma.
—Todos los tienen —replicó el Awki con frialdad—. Solo falta que alguien los mire lo suficiente para encontrarlos.
El silencio se extendió unos segundos. Solo el viento movía los estandartes del palacio.
Finalmente, el Awki Amaru se dio media vuelta y caminó unos pasos hacia la sombra de las columnas.
—Rumi Ñawi —dijo sin mirar atrás—, olvida las labores del jardín. Quiero que este joven aprenda el arte de los quipus bajo mi vigilancia.

El mayordomo lo observó sorprendido.
—¿Mi señor desea que el nuevo sirviente trabaje en la Casa de los Registros?
—Deseo verlo de cerca —replicó el príncipe con voz firme—. Si el Sapa Inca cree que este muchacho merece su atención, quiero saber por qué.



#508 en Novela romántica

En el texto hay: romance, boylove

Editado: 17.11.2025

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