El amanecer siguiente llegó envuelto en una neblina ligera. Los sonidos del palacio despertaban poco a poco: pasos sobre piedra, el murmullo de los servidores, el eco lejano de los caracoles sagrados.
Chaska caminó tras Rumi Ñawi hasta una sala amplia y silenciosa, iluminada por un tragaluz. En el centro, sobre mesas de madera pulida, descansaban hileras de quipus: cuerdas trenzadas, nudos de colores, símbolos de una lengua que no se hablaba con la voz, sino con la memoria.
—Aquí se guarda la verdad del imperio —dijo Rumi, deteniéndose junto a una mesa—. Cada hilo, cada nudo, representa una historia, un tributo, una vida.
Se volvió hacia Chaska y bajó un poco el tono.
—Ten cuidado. El Awki puede soportar un error en una palabra, pero nunca en un número.
Chaska asintió, tragando saliva. No entendía aún la lógica de los nudos, pero sentía su peso, como si cada cuerda contuviera el pulso de las montañas y los valles del Tahuantinsuyo.
Un sonido de pasos suaves interrumpió el silencio.
El Awki Amaru Qhapaq apareció entre los pilares, vestido con una túnica más sobria que la del día anterior. Sus ojos recorrieron las mesas, luego se detuvieron en Chaska.
—Así que el campesino sigue aquí —dijo con calma, aunque su voz llevaba filo.
—Como ordenó, mi señor —respondió Chaska, inclinando la cabeza.
El Awki tomó un quipu de color ocre y lo sostuvo entre sus manos.
—¿Sabes lo que guardan estos nudos?
Chaska negó con la cabeza.
—Los nudos son las voces de los hombres —dijo el príncipe—. No gritan, no suplican… solo esperan que alguien los escuche.
Le tendió el quipu.
—Intenta leerlo.
Chaska miró la cuerda. Los nudos se confundían entre sí, como si cada uno escondiera un secreto imposible de descifrar.
—No sé cómo empezar, mi señor —murmuró.
El Awki lo observó sin moverse.
—Exactamente. No saber es el primer error de todos. Y admitirlo… el segundo.
Chaska apretó los labios.
—Aun así, puedo aprender.
Amaru lo miró unos segundos más, hasta que un leve gesto curvó sus labios.
—Veremos si tus palabras valen más que tus manos.
Durante el resto de la mañana, Chaska trabajó en silencio, intentando memorizar los colores, los tipos de nudo, los espacios entre ellos. Cada vez que levantaba la vista, el Awki estaba allí, observándolo sin decir nada, como si pesara su respiración, su duda, su temblor.
Al mediodía, cuando el sol caía por el tragaluz, el príncipe habló de nuevo.
—Dime, Chaska. ¿Qué crees que hace que un hombre sea digno de confianza?
El joven pensó un momento.
—No lo sé, mi señor… Tal vez la forma en que actúa cuando nadie lo observa.
El silencio se hizo denso. Amaru lo sostuvo con la mirada, sorprendido por un instante fugaz que no quiso mostrar.
Luego dejó el quipu sobre la mesa y dio media vuelta.
—Basta por hoy.
Hizo una pausa antes de marcharse.
—Regresa mañana. Si aún sigues dispuesto a aprender, tal vez empiece a creer que no fue un error traerte aquí.
Chaska lo observó alejarse, sin saber si esas palabras eran una advertencia o una promesa.
El aire olía a polvo y a fibra de lana. En medio del silencio, tomó el quipu que el príncipe había dejado y pasó los dedos sobre los nudos.
Por primera vez, no los vio como simples cuerdas… sino como el lenguaje oculto del imperio, un lenguaje que quizás un día también aprendería a entender
El sonido de sus pasos resonaba entre los muros de piedra mientras descendía por los pasillos del palacio. La luz de la noche se filtraba entre las rendijas de los muros, bañando el suelo en destellos dorados. Chaska apenas sentía el peso de su cuerpo; la tensión del encuentro con el Awki seguía oprimiéndole el pecho.
Doblando una esquina, llegó a un pequeño patio interior. Una fuente de piedra dejaba caer un hilo de agua constante, cuyo murmullo parecía limpiar el aire. Allí, inclinado sobre un quipu extendido entre las manos, había un hombre joven.
Su rostro era sereno y curioso, de facciones tan suaves que por un instante Chaska no supo si se trataba de un hombre o de una mujer. La luz jugaba con su piel cobriza y sus ojos, grandes y brillantes, tenían un tono difícil de definir, entre el ámbar y el gris del amanecer.
—No deberías caminar tan perdido —dijo el desconocido, sin apartar la vista del quipu—. En este palacio, los pasillos escuchan más de lo que parece.
Chaska se detuvo, algo desconcertado.
—Lo siento, estaba buscando la salida hacia los cuartos de servicio.
El joven alzó la mirada y sonrió, una sonrisa tranquila, sin juicio.
—Entonces tomaste el camino más largo. No es extraño; todos lo hacen la primera vez.
Enrolló con cuidado el quipu y lo guardó en una tela.
—Soy Suma, aprendiz de los quipucamayoc del Awki. Y tú… eres el nuevo, ¿verdad? El que fue llamado por el Sapa Inca.
Chaska asintió, sorprendido de que ya lo supiera.
—Sí. Me llamo Chaska, de Hatun Qocha.
—Chaska —repitió Suma, como probando el sonido del nombre—. “Estrella”. Un buen augurio, si sabes mantener tu luz encendida aquí dentro.
Sus palabras eran suaves, pero cargadas de un extraño significado.
El joven se acercó un poco más, su presencia desprendía calma, una tibieza que contrastaba con la frialdad del palacio.
—No temas al Awki —añadió en voz baja—. Es severo, pero no injusto. Si te observa con dureza, es porque quiere saber si puedes resistir el fuego que su padre encendió.
Chaska lo miró, sin saber qué responder. Había algo en la forma en que Suma lo observaba, una mezcla de curiosidad y compasión, que le hizo sentir, por primera vez desde su llegada, que no estaba del todo solo.
—Ven —dijo el joven, girándose hacia un corredor adornado con tejidos color escarlata—. Te mostraré dónde guardarás tus cosas. Y esta noche, si el Awki lo permite, te enseñaré el primer secreto de los nudos.
Mientras caminaban juntos bajo la luz del sol que caía oblicua sobre las piedras, Chaska pensó que quizá el destino no solo le había llevado ante el fuego… sino también hacia alguien capaz de enseñarle cómo no arder en él.