Un misticismo siempre hubo respecto a aquellos seres de fama inmortal, retratados de incontables maneras desde aquellos oscuros años en Europa, donde aludían ciertas muertes a estas criaturas. Incontables enfermedades, pestes y plagas fueron las que azotaron a las personas en aquellos tiempos tan denegridos y, para fortuna de ellos, pasaron a convertirse únicamente en un mito tan deformado a lo largo de los años que ya nadie sabe como son realmente, como se ven ni su forma de actuar. Incontables nombres tuvieron; «brucoloco », «vrolok»... «vampiros ».
Brujas, hombres lobo, vampiros, hadas, duendes y demás criaturas hoy no son más que un mito, seres que jamás existieron según la propia humanidad, pero todo mito nace de una historia, toda historia de una anécdota... y toda anécdota de un acontecimiento.
En la ciudad de Klavik, en el pequeño barrio de Solpek se levanta cual telón el sol de marzo. Ni muy cálido, ni muy frio, cargando consigo un hermoso amanecer con los bellos pájaros cantando en son de madrugada mientras la suave neblina se esfumaba y el frio del suelo se levantaba. Las cinco y media de la mañana era y, en una habitación en el segundo piso de una de las tantas casas, se halla una joven de diecisiete años sentada junto a una ventana con las persianas a medio bajar observando por sus binoculares la pequeña casa del frente.
—Sigue sin salir desde que volvió —Dijo ella en un tono bastante bajo, casi susurrando—. ¿Cindy?
A su lado derecho, en una mullida cama se hallaba su hermana gemela, cuya piel era blanca como la nieve a excepción de sus mejillas rosadas. Su cabello era largo y ondulado, que, junto a sus cejas y pestañas, era tan o más blanco que su piel; una joven albina dormía ignorando cruelmente a su hermana que había pasado la noche en vela vigilando aquella casa.
—¡Despierta, albina puta! —Gritó la insomnia chica mientras pateaba repetidamente la cama de su hermana.
—Cállate, sueño con milanesas... —Murmuró Cindy agitando casi sin fuerza su brazo izquierdo como si intentase espantar un mosquito.
—Perezosa de mierda... —Suspiró con sumo cansancio aquella gemela—, cuando haga el descubrimiento más grande de Gila, no vas a tener crédito.
—¿Qué descubrimiento? —Se sentó en la cama intentando abrir sus ojos, quemando su vista por la luz entrante por la ventana— Solo eres una loca vigilando a su vecino. Vete a dormir, Elizabeth, en unas horas tenemos que ir a la escuela...
—¡Te digo que es un vampiro, nunca sale por el día y por alguna razón no tiene familia ni amigos!
—Solo es una persona solitaria. Déjalo en paz... —Volvió a acostarse.
Elizabeth era, en esencia, similar a su hermana más allá de aquellos rasgos físicos. Su cabello era castaño y su piel porcelana, con irises cafés al contrario de su hermana, quien los portaba celestes con pequeños puntos marrones. A diferencia de su blanca consanguínea, Elizabeth era un poco más energética y apasionada por aquellos hobbies que le atraían, aunque ciertas pasiones duraban poco debido a su natural talento por aburrirse de las cosas, quizás fue por ese motivo que únicamente pudo conservar a dos amigos, y solo tuvo un novio en toda su adolescencia, el cual duró apenas tres meses. Aún así, tenía cierta pasión que conservaba desde la infancia: dibujar. No era ni muy talentosa ni muy mala, sino que poseía una habilidad bastante promedio que le permitía dibujar poses sencillas manteniendo la anatomía, mientras que aquellas de perspectivas rebuscadas le resultaba casi imposible.
Cindy, sin embargo, siendo un poco más reservada que su hermana logró labrarse de un mayor cariño por parte de sus compañeros, aunque ninguno realmente era cercano a ella. No era buena en ninguna actividad física, pues padecía de anemia, cansándose fácilmente e incluso desmayándose si dicha actividad resultaba extenuante, durando apenas minutos corriendo hasta que su vista se difuminara, y segundos hasta que el sudor comenzaba a brotar de su piel. A pesar de los años, nunca se acostumbraba a que las miradas se dirigieran hacia su piel o cabello cuando caminaba por la calle o los corredores de la escuela. Poseía una concentración más duradera que su hermana, aunque, a su vez, menos dedicada. No era una joven a la cual le gustara hacer cosas demasiado extravagantes, simplemente disfrutaba el recostarse en su cama a escuchar música de variados géneros hasta quedarse dormida por una o dos horas.
Las once de la mañana llegaron pronto y ambas se vieron obligadas a levantarse. Recogieron sus ropas y corrieron cuán rápido pudieron hasta el baño, donde, la ganadora, se bañaría primero. Como resultaba la mayoría de días, era Elizabeth quien sería la primera en ducharse. Al terminar de bañarse, cerca de las 11:40, ambas se preparan el almuerzo para luego irse directo a la escuela, que a diez cuadras de su hogar se encuentra.
Al pisar la vereda, Elizabeth miró fijamente aquella pequeña casa del frente. Se notaba vieja y poco cuidada. Carlos Marin era quien vivía allí, un joven bastante misterioso a ojos de los demás vecinos pues contadas son las veces que lo vieron o hablaron con él. La joven de cabello castaño se había obsesionado bastante con la cultura vampírica, por lo que se decidió a investigar a su vecino bajo la excusa de que se trataba de un no muerto chupasangre, habiendo hecho varios dibujos sobre cómo era que asesinaba a sus víctimas. Su obsesión había llegado gracias a que hace dos semanas se revivió el patrón del "asesino vampiro", un apodo un tanto extravagante que se le había dado a un asesino serial que acostumbraba elegir victimas solitarias y drenarles la sangre hasta matarlos. Carlos había sido el desafortunado en quien Elizabeth clavó su atención por su estrafalaria rutina de no salir durante el día, a menos que fuese uno de mucha lluvia, en cuyo caso solamente salía para quitar las hojas que tapaban su rejilla e inundaban su patio.