El Conticinio

El secreto de su sangre

Elizabeth observó a Carlos acercándose a una enorme velocidad con sus fauces abiertas cual bestia salvaje.

Su boca se abrió para gritar, mas su garganta se había cerrado de tal forma que apenas se oyó un sordo respiro mientras sus piernas dejaban de sostenerla cuando ésta intentó huir, obligándola a caer sobre su propia espalda. Finalmente cerró sus ojos mientras cubrió su asustado rostro con sus brazos para luego oír varios crujidos.

No sintió nada.

Al abrir sus ojos, observando temerosamente entre sus brazos, divisó a Carlos de pie, con sus garras atoradas en el marco de la puerta.

—No... —Rugió Carlos, dejando salir grandes nubes de vapor de sus fauces—. No seré como ellos.

El necrum de sus manos se volvió liquido, dejando de soportarlo, vendiéndolo nuevamente al suelo donde su rostro se estrelló. Otra vez, se limitó a sostener su herida.

—¿E... eres... eres un...? —Elizabeth no podía terminar su frase por su propio miedo. Ni siquiera podía ponerse en pie.

—Tenías razón, niña ajo —Roncó Carlos con apenas fuerzas para hablar. El rojo de sus ojos comenzaba a retornar en el marrón de siempre, mas con su brillo vital apagado—. Necesito... un favor...

Elizabeth no respondió.

—En mi heladera... en el... en el cajón de abajo —No podía ni siquiera levantar la cabeza—, hay... hay una conservadora envuelta... envuelta en una bolsa de papel... dentro hay... hay bolsas... bolsas de sangre. Trae... melas... por favor.... También... trae... un... cuchillo...

Elizabeth obedeció, arrastrándose los primeros metros, corriendo los siguientes. No lo hacía por bondad ni nada por el estilo, sino por miedo.

Abrió la nevera y rápidamente tomó la conservadora y un cuchillo de un cajón. Al volver con Carlos, este dijo:

—No puedo... no puedo ingerirla de la manera habitual. Ponme... ponme boca arriba...

Elizabeth obedeció. Luego, él agregó:

—Tendrás... tendrás que abrir las bolsas con... con el cuchillo, sobre mi boca..., solo así podré beberla...

Elizabeth abrió la conservadora, observando diez bolsas de sangre en su interior. No había información. Ni de qué tipo era, ni a quien le pertenecía.

—¿Todas? —Preguntó Elizabeth.

—Sí...

Elizabeth tomó la primer bolsa, la posó sobre la boca de Carlos con su mano izquierda, y con la derecha le hizo un corte que permitió a la sangre caer rápidamente sobre la abierta boca del vampiro. Ella se había manchado un poco de sangre. Le daba asco, la verdad, pero por alguna razón siguió hasta que las diez bolsas se vaciaron.

—Gracias... —Sonrió con levedad el joven.

Poco a poco la herida en su estomago comenzaba a cerrarse. Mucho más despacio que antes, pero más rápido que una persona normal, evidentemente.

—¿Qué sucede? —Preguntó Elizabeth con total impresión.

—Tenías toda la razón, niña. Soy un puto vampiro. Bueno, ese es el nombre que nos dan. En realidad nuestra especie se llama Kaly —Hizo un leve gesto de asco—. Odio el sabor de la sangre, me gusta usar mi popote negro... eso sonó horrible. Lo siento.

—¿Qué...? —Elizabeth no podía creerlo, ladeando su cabeza a causa de fuertes mareos.

La cabeza de la joven daba mil vueltas, las imágenes se confundían en una nebulosa. Tantas cosas pasaban de golpe que apenas era capaz de sentirse en el presente.

—Te explicaré todo en un momento. Si no llamas a la policía, claro. Se vería mal para ambos —Carlos miraba fijamente al techo—. Qué bien, parece que se detuvo en sangrado... lo único bueno de esta mierda.

Intentó ponerse en pie, viendo un pequeño charco de sangre fresca en el suelo. Con sus dedos, recogió cuanto pudo. Luego, llevó su mano a su boca.

—Regla de cinco segundos... fueron cinco segundos, ¿no?

—Tú... —Suspiró Elizabeth.

Finalmente, la nebulosa inundó la vista de Elizabeth, dejándola caer en el suelo, donde todo se tornó negro. No sintió ni siquiera el bofetón del piso.

La noche anterior, Irene había escuchado un fuerte portazo en su casa, seguido del grito de Petyr que reclamaba por verla. Acostumbrada a gritos de molestia, le sorprendía que este fuera de terror.

Al correr hacia la entrada, vio a su hermano tirado sobre un mar de sangre, con su brazo cortado y sus ojos totalmente blancos como la luz. Cerró la puerta y llevó a Petyr hacia el sillón, donde le aplicó un torniquete.

—¿Qué te pasó? ¿Dónde te fuiste estos días? —Preguntó ella, incluso más asustada que él.

—Ese kaly... —Respondióle— ese puto kaly... —El miedo se palpaba en cada sílaba.

—¿Te enfrentaste al kaly? ¿Qué te hizo?

—Solo... solo cauteriza mi herida... ya no... ya no aguanto...

Irene obedeció.

Tomó una garrafa y un soplete, trayendo consigo un encendedor y una sartén de acero, junto a un guante de soldador. Abrió al máximo la llave de la garrafa y, luego, un poco la del soplete para poder encenderlo. Luego, hizo crecer la llama al máximo posible, un fuego bastante azul en la base que sorprendía a la joven y la intimidaba. Con el guante de soldador posó la sartén frente al fuego, resistiendo no solo el calor del mango, sino las llamas que se desviaban hacia los costados.

El sudor caía a mares de su rostro y pecho mientras la sartén se calentaba hasta que, finalmente, se puso al rojo incandescente, emanando una luz propia. Se descalzó y, como pudo, cerró la llave del gas con los dedos de sus pies.

—Bien... aquí voy —Suspiró.

Con su mano izquierda levantó en antebrazo de Petyr, no sin que éste dejase salir un rugido de dolor. Luego, posó el ardiente metal sobre la abierta herida.

El vapor negro se elevaba junto con el olor a carne, piel y cabello quemado mientras varias gotas de sangre hirviente salpicaba en todas las direcciones posibles. El metal silbaba agudamente y Petyr gritaba con tanto dolor y desgarro que podía oírse cómo lastimaba sus cuerdas vocales.




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