El Conticinio

El peso y el dolor

Elizabeth abrió los ojos, reconociendo el living-comedor. Encima suyo oyó una fuerte tos. Al alzar la mirada, reconoció a su padre, tapándose la boca con un pañuelo azul de algodón. La pierna de su padre era tan buena almohada como siempre lo fue, y el calor que manaba su cuerpo era tan reconfortante como solo podía serlo una fogata en el hielo.

Se sentó a su lado en el sillón, frotándose los ojos, bostezando. Las piernas eran tan cortas que no llegaban a tocar el suelo.

—Papi —Dijo Elizabeth, llamándole la atención—, estás aquí.

—Sí, hermosa, no me fui —Contestó él, soltando una risilla.

—Papi... tuve una fea pesadilla.

—¿Qué soñaste, cariño?

—No lo sé... no lo sé... —Parecía aturdida.

Elizabeth se quedó mirando a la nada, triste y pensativa.

—¿Qué sucede, hermosa? —Preguntó su padre, abrazándola.

—Papi... ¿cómo sé si lo que hago está bien?

Michael parecía no entenderla. Pero aún así respondió.

—Bueno, a veces no sabes qué respuesta es la correcta. No es como las matemáticas.

—Odio las matemáticas —Confesó Elizabeth.

—Yo también, hermosa —Hizo una pausa—. Pero... a veces crecer es tomar decisiones sin saber qué es lo correcto. Aunque a veces... eso significa contradecirse... o herir a otras personas.

—No quiero dañar a nadie. Quiero salvarlos a todos. A mami, a Cindy... y a ti.

—Ojalá fuera tan fácil —Michael sonrió.

—Estoy asustada, papi... —Elizabeth casi parecía a punto de llorar.

Su padre le acarició suavemente la espalda, y luego el cabello.

—¿Qué necesitas que diga para que sea mejor? —Dijo él.

Elizabeth parecía que estaba a punto de partirse en un millón de pedazos. Entonces lo recordó. Hizo una petición, pidió una promesa que necesitaba con todo el alma.

—Que me prometas que no me dejarás.

—Oh, yo no haría eso. Lo prometo —Michael esbozó una suave sonrisa, abrazándola—. Todo va a estar bien.

Elizabeth sabía que nada iba a estar bien. Sabía que le mentía. Supo reconocer... que se mentía a sí misma.

—Ahora tratemos de dormir un poco más —Dijo su padre.

Elizabeth simplemente se dejó abrazar por la mentira, y cerró sus ojos.

Cuando los abrió, reconoció el cotidiano canto de la alarma. Reconoció a la adolescente que se sentaba en la cama al otro lado con sus blancos cabellos despeinados. Reconoció el tiempo en el que se encontraba.

Reconoció la mentira.

Reconoció lo que tenía que hacer.

 

 

Horas más tarde, Elizabeth se hallaba sentada en el patio, con cuaderno en mano, rascando el grafito contra la gramada hoja.

—Oye —Una voz le llamó la atención, haciéndole alzar la vista—, desde hace tiempo nos vienes ignorando, ¿qué te pasa? —Se trataba de Santiago, su amigo, quien iba acompañado de la alta Alma.

—No nos acompañas a los juegos, al cine, ¡a ningún lado! Encima te ves triste todo el rato y ni nos hablas. Apenas respondes los mensajes con stickers de gatos... ¡no te entiendo!

—Y ustedes se ven molestos —Apenas levantó la mirada. Sus parpados estaban caídos y su rostro era más neutral que Suiza. Era la misma cara que tenía cuando se desvelaba, solo que sin ojeras.

—¡Obvio que estamos molestos! —Santiago se tiró a su lado— Nos tienes preocupados, pedazo de idiota. Si vamos a tu casa, no estás; si te llamamos, no respondes. ¡¿Qué carajo te está pasando?!

—Santiago —Alma le regañó. Se sentó al otro lado de Elizabeth, a su derecha—. Oye, somos tus amigos desde hace no sé cuánto. Si necesitas con quien hablar, puedes confiar en nosotros. Si quieres estar sola, dínoslo. Pero no nos ignores así, solo nos hace asumir lo peor. Así como lo ves, ese idiota casi se pone a llorar.

—¡Te dije que no digas nada, jirafona de mierda!

—Gracias —Suspiró Elizabeth. Ellos no parecían notar que ella estuvo ocultando lo que el grafito dibujó—. Tengo algo que contarles. Nos vemos mañana en la casa de Santiago, a las tres —Se aupó. Estaba débil; hace cinco días descubrió a Carlos, y apenas había comido después de eso. Ese viernes parecía el día más pesado para ella.

Santiago y Alma se lanzaron una mirada preocupada al ver lo mucho que le costaba levantarse. «Ni a un gordo le cuesta tanto» pensó Santiago. Ambos se levantaron y le ayudaron a ponerse en pie. Ella les agradeció y se puso en marcha. Ambos se quedaron mirando con cierto miedo en sus miradas.

—¿Qué crees que nos vaya a contar? —Preguntó Alma mientras la veía marcharse.

—Nos dirá que es lesbiana. Se nota a leguas que le gusta lamer el gusanito —Ella le codeó tan fuerte que casi le hizo dormir el brazo—. ¿Qué? Te molesta solo porque perderías la apuesta —Dijo entre risas.

Carlos se hallaba en su casa. Aún seguía mareado y dando pasos torpes. Se esforzaba sobremanera para que nadie notase eso en su trabajo. Cuando pateaba la máquina expendedora, lo hacía tapándose la boca para no gritar del dolor. Logró cerrar sus heridas suturándolas con anillos de necrum, hasta que las carnes soldasen. Aún así, sus órganos seguían dañados. Era prácticamente un milagro que siguiese con vida.

En una licuadora colocó un litro de leche para luego vaciar una bolsa de sangre en ella. El sabor de la sangre pura era demasiado pura para su gusto, y si usase sus garras, el carmesí se esparciría por toda la mesada antes de que comenzase a succionar.

Tras beberse la jarra de pocos tragos, se apoyó sobre el mármol a esperar hasta que llegase a su estomago. No se sentía bien; era imposible estarlo. Cada tanto, los objetos se volvían amalgámicos o ciclópeos. Las flores que posaban afuera lo miraban con un ojo perenne mientras el viento le insultaba. De pronto oyó pasos afuera que se acercaban acechantes. Se asomó a zancadas a la ventana que daba hacia la calle, aproximando apenas un ojo a través de la cortina. Eran tres hombres altos y robustos con los brazos empapados en tatuajes que Carlos supo reconocer de inmediato. Eran raíces. Se acercaban serios e inexpresivos. Uno de ellos portaba una escopeta en su mano, muy antigua. Los otros dos cargaban dagas.




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