Irene esperó a que Petyr cayera preso del sopor. Si lograba mantener un ritmo en su respirar, acorde a sus movimientos, podría salir desapercibida de su habitación. Desde aquella noche su hermano poseía un sueño de pluma; se despertaba ni bien alguien abría la puerta. Poco le servía a la joven decirle que iría al baño, él sabía cuando ella mentía.
Habían adoptado un pequeño loro, una catita, la cual Petyr había logrado adiestrar para que se posase siempre en su hombro, y así utilizarla de ojos. Irene hacía todo esfuerzo para no despertar al pequeño animal que dormía en una almohadita en la mesita de noche.
Caminó de puntillas hasta la puerta. Inhalaba al levantar una pierna, exhalaba al bajarla. Poco a poco se aproximó hasta bajar el picaporte. Su corazón habría latido sobremanera, mas el entrenamiento de Petyr había dado resultados increíbles.
Se adentró sigilosa al estudio de su hermano. Con la misma delicadeza con la que salió de su habitación, cerró la puerta. Se sentó tomando varios libros, posándolos encima del escritorio. La curiosidad la había consumido como el agua al azúcar. Durante varias noches intentó escabullirse, necesitaba saber muchas cosas, responderse preguntas que Petyr ignoraba. Abrió el primer libro, viejo y rústico, de gruesos hilos rosáceos que sostenían las hojas y las tapas de cuero. Las hojas eran gruesas y de gruesísimo gramaje, casi sintió que tocaba dos hojas de opalina pegadas; naranjas y llenas de relieves. Al pasar su dedo por encima, reconoció la textura de las fritas hojas otoñales. La tinta era una que nunca antes había visto, de una sustancia que aún se veía negra como la noche, cuando el resto del tomo se divisaba incluso más antiguo que la propia existencia. Las letras no eran romanas como acostumbraba, sino que se trataban de extrañísimos símbolos que creía nunca haber visto. Aunque podía, sin saber cómo, entender cada símbolo, le costó un buen tiempo que el sentido de lectura era de abajo hacia arriba, de izquierda a derecha en sentido vertical. La lectura era torpe y lenta, más de dos minutos le tomó terminar la primer hoja para continuar a la siguiente.
¿Cómo podía entenderlo? No lo sabía. Ella asumió que, al revivir las memorias de Petyr, de alguna forma aprendió, aunque le parecía absurdo; de haber sido por eso, también recordaría el contenido de los libros. Al poco rato de lectura, se olvidó del tema.
Se trataba de medicinas y ungüentos a base de hierbas y saliva; maderas y sangre animal; y demás mezclas que le producían asco de solo pensarlas. La lectura le tomó mucho menos de lo que esperaba; el grueso tomo poseía relativamente pocas hojas, que, desde fuera, parecían muchas más por el gramaje.
El siguiente tomo, con tapas de vieja corteza, estaba sellado con un hilo azul de nudo indescifrable, y aquellos hijos que sostenían las hojas, estaban flojos. Sin mucha paciencia, tomó la daga de su hermano y lo cortó, descubriendo sus páginas. No era un libro particularmente grueso, por lo que asumió que le llevaría menos tiempo su lectura. Sus pupilas, alumbradas por el naranja faro sobre el escritorio, brillaban infantilmente. Ella estaba en busca de una sola cosa: alas. No podría dormir tranquila hasta no encontrar algo al respecto. Un mito, un párrafo o tan siquiera su mención. Algo.
Avanzó página tras página, divisando estudios de raíces. No era lo que esperaba, pero de cierta forma se había visto envuelta en su lectura. La curiosidad era cada vez más. El libro hablaba sobre los distintos tipos de raíces; éstas se manifiestan según el sentimiento que envuelva el alma del älvor. El sentimiento que su alma abrace para la eternidad, será aquel que se manifieste en sus raíces al canalizarse. Se tomaba siempre como ejemplo a un tal Plagueis, un hombre sabio y tranquilo, cuyas raíces se extendían rectas y tranquilas hasta el centro de su frente. Era capaz de leer los sentimientos de los demás, y fue un maestre durante tantos años que varias generaciones murieron antes de tan siquiera verlo cojear. De cierta forma, varias páginas terminaron divagando en su biografía, terminando en su muerte a manos de un kaly tan poderoso que utilizaba su propio necrum como armadura, dándole un aspecto de lobo furioso. Plagueis había aportado muchísimo en la investigación de las raíces. Pero, de cierta forma, no era lo que Irene esperaba. Solo eran notas del hombre recopiladas y comentada por demás maestres. Se sentía decepcionada, aún si la lectura le gustaba. Veía las palabras de Petyr extendidas en el texto: todo ser vivo tiene raíces. Llegó a la página final, y sintió como si la lectura no tuviese un cierre, parecía que iba a explayarse sobre algo llamado nefilim. Peor aún, vio un trozo de hoja amarrado a uno de los hilos, como si hubiese sido arrancada. Fue entonces cuando decidió prestar más atención.
Observó los flojos hilos que soportaban el libro, y decidió meter sus dedos entre éstos y las hojas, observando que entraban dos. Con sus dedos aún atrapados, se dedicó mirar seriamente el tomo, apretando sus labios con profunda reflexión. Hacía fuerza para separar los dedos, estirando los hilos y viendo que el libro se mantenía firme cuando lo hacía. Cuando sacó los dedos, las hojas tambaleaban fuera de los márgenes de sus tapas. Apretó los labios y giró el libro en varios ángulos. Volvió a abrirlo y arrancó esa pequeña esquina de hoja aferrada al hilo. Era tan gruesa como el resto.
De un golpe dejó el libro en el escritorio, a un lado, y se dispuso a tomar otros tres libros; el primero que leyó, y otro dos que ni siquiera se molestó en abrir. Observó atenta la costura de cada uno. Todas eran firmes y sostenían las hojas con la suficiente fuerza como para que no intentasen salirse del margen. Luego observó la cuerda cortada y la comparó con el resto. La que ella había cortado era distinta al resto, era ordinaria, teñida con una pintura común. El resto se notaba a leguas que eran de color natural. «Petyr, hijo de puta...», pensó para sus adentros mientras apretaba con fuerza sus labios en una línea recta.