El Conticinio

Nefilim

El viejo papel amarillento posaba sobre la mesa. Poseía un gran dibujo, rústico y con poca técnica, hecho con una tinta más negra que la oscuridad.

Se trataba de una persona, o al menos su silueta, con dos cuernos como corona y, de su espalda, brotaban dos enormes manchas de tinta cuyo tamaño sería comparable al de cinco hombres por cada mancha.

Irene temblaba con sus manos sobre la mesa. Todo entrenamiento recibido parecía en vano, no podía contener la amalgama de sentimientos que le carcomía.

—¿Nefilim? De eso hablaba ese libro, pero las hojas estaban arrancadas —Dijo ella, temblorosa.

—Yo arranqué las hojas —Admitió—. Creí que te protegía, era solo un niño.... Supongo que no se es un niño por siempre. Siempre llega el momento de crecer...

—Espera, ¿qué quieres decir?

—Es hora...

 

Petyr posó una lona blanca en el suelo. Fue acompañado de Irene hasta su estudio, del cual sacó aquel frasco de sorum. El mismo que Irene había admitido tocar. También tomó una pequeña caja metálica. Ella ya sabía lo que estaba a punto de suceder. Estaba nerviosa y asustada. Todo pasaba demasiado rápido para su gusto, pero así debía ser. O al menos eso creía.

Se quitó toda prenda, dejando que el aire acaricie su piel. Caminó hasta el centro de la lona. Petyr poseía en su hombro al loro, observando con detalle y curiosidad la palidez sobre su esternón, y las negras venas en sus ojos.

Ella cerró sus ojos.

Irene temblaba, quizás del miedo, o de los nervios que le carcomían la carne.

Petyr quitó el corcho del frasco y le hizo beber la mitad del sorum. Le acercó el cristal a los labios. Irene quería vomitar de tan solo recordar el hedor. Aguantándose la respiración, bebió todo de un trago.

De un momento a otro, sus piernas dejaron de sostenerle, y la fría lona se levantó para abofetearle los muslos. Su rostro se desfiguró en dolor, y sus cuerdas vocales parecían desgarrarse por sus gritos. Las venas de su cuello y rostro se hinchaban como si fuesen a explotar, y toda lágrima que se asomaba por sus parpados se evaporaba antes de siquiera rozar una mejilla.

El ave agitaba sus alas, asustada, pero las raíces de Petyr le impedían moverse con libertad.

Petyr veía un suave y fugaz brillo asomarse por la espalda de su hermana. Fue tan rápido que ni siquiera pudo distinguir el color. Pero estaba seguro que era uno que nunca antes había visto.

Cuando apenas pudo abrir los ojos para ver a su hermano, sus irises se habían tornado grisáceos, apenas conservando ápices de lo que otrora fueron sus colores naturales, y el blanco se había tornado negro. Toda vena de su cuerpo se había denegrido sobremanera, y su piel se tornó de un muerto ceniza. Petyr retrocedió un paso al divisar las pupilas de su hermana, verticales y largas como las de un felino; oscuras como la noche.

—¡Petyr...! —Su voz se había vuelto ronca y frágil. Eran como si mil voces se mezclaran en una sola. Mil tonos diferentes, mil voces hablando al unísono, y de entre ellas resaltaba la asustada de Irene.

Rápidamente abrió la caja de metal, y de ella sacó un largo mango de madera cuya punta albergaba mil agujas diminutas, las cuales velozmente hundió en el sorum.

 

Irene movía su cabeza a todos lados, no podía encontrar a su hermano. Sin importar cuanto lo buscase, no podía verlo, ni sentirlo al buscar con sus raíces. Nada.

Donde volteara la vista, solo divisaba blanco. Una tierra pálida, un desierto de sal hasta donde llegase la vista, formando dunas y colinas a lo lejos, inalcanzables.

El dolor era incluso peor que cuando tocó aquella gota. Era la agonía en carne propia. Su carne se congelaba, carbonizaba, pudría, hervía y derretía al mismo tiempo. Sentía que le dolía incluso el aire que emanaba de su boca.

Cuando bajó la mirada, no vio más que un lago muerto bajo sus pies.

De un momento a otro, se hundió en el agua, perdiéndose en oscuridad eterna. Para cuando se dio cuenta, flotaba desnuda en la nada misma, donde nubes lejanas de oscuro carmesí surcaban hacia ningún lado, desgarrándose en todas direcciones.

Oía voces, conversaciones, un millar de ellas. Todas a la vez en un cacofónico son, a la par que entendibles.

Fue entonces cuando comprendió que no estaba flotando. Estaba cayendo. Otra vez caía.

—¡¿Qué eres, monstruo?! —Oyó a su izquierda. Era una voz ronca y molesta.

—¡Alabado sea nuestro salvador! —Mil voces se oyeron a la derecha, al unísono.

—¡Desde hoy, la guerra entre älvores ha terminado para siempre! —Oyó salir de su boca, mas juraría no haberlo dicho.

—¡Imaginen que haya más como él, poderosos como un dios! ¡Codiciosos, malvados! ¡No pode...! —Oyó una voz perderse en la distancia. Era una voz anciana.

—Por favor... tengo hambre... —Otra vez salió de su boca.

—¡¡Esa criatura no es más que el producto de un aberrante pecado!! —Se escuchó, tan lejano como el tiempo mismo.

—Algunos maestres han estado cri... —Se disipó en la distancia.

—¡Os excomulgo, os expulso, os exe...!

—¡¡Por favor, papá, ya no lo haré más!! ¡¡Por favor!! ¡¡Por favor!! —Volvió a manar de su propia garganta. Aunque se tapase la boca, las palabras seguían saliendo.

—Mátalo —Escuchó delante suyo. Mas no había nadie.

—¡Tú me darás todo! —Gimió una mujer, lejana.

—¡¿Qué eres, monstruo?! —Volvió a escuchar.

—Yo soy...

Se estrelló contra el lago, de espaldas, y se alzó por los aires con la misma fuerza con la que cayó. Cuando ladeó su cabeza, volvió a ver aquel desierto salino; flotaba como una burbuja en el aire. Y al levantar la mirada, volvió a observar aquella figura, más blanca que el blanco, que conocía pero no sabía de quien se trataba. De su espalda seguían emergiendo aquellas cosas. El color seguía siendo indescriptible, incomparable.

Ya no era colosal, tenía su tamaño. Ya eran iguales.




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