La noche había caído.
En la peligrosa ciudad de Términa, todos ya habían cerrado sus hogares. Pocas personas se divisaban en las calles y callejuelas. Las espesas nubes tapaban lo poco de sol que se alcanzaba desde el horizonte, tiñendo todo de azul. El naranja de los encendedores se divisaban en las esquinas, y los gritos y risas de los que allí se sentaban ya empezaban a oírse.
Los ruidos de las motocicletas y los silbidos ya inundaban todo. Y los viejos faros bañaban los asfaltos de naranja oscuro.
En una de las maltrechas veredas circulaba un hombre vestido con un llamativo abrigo de cuero, encapuchado. Aquellas zapatillas en sus pies se trataban de unas Yordan rojas, y el enorme logo de Cucci resaltaba plateado en la espalda.
Cuatro hombres caminaban detrás suyo. Las viseras sobre sus cabezas les provocaba una espesa sombra que les tapaba el rostro.
—Hey, amigo, ¿tienes hora? —Dijo uno, antes de llevarse el cigarro a la boca. El resplandor naranja le iluminó el rostro, revelando una piel morena y nariz ganchuda.
Aquel les ignoró, y se adentró a un callejón.
—Míralo, se hace el otro —Rió otro hombre. Luego, soltó un chiflido. Diez más se adentraron al callejón con ellos—. ¿Qué te pasa, gato? ¿Tan bueno eres que no respondes?
Los catorce hombres caminaron detrás suyo. Aquel no aceleró ni redujo su paso ni por un instante.
El primero en hablar se llevó la mano a la cintura, y de ella sacó una Beretta de numero limado. Aceleró el paso, intentando alcanzarle.
—Bueno, pedazo de puto, dame todo —Advirtió.
El callejón terminó, y él se detuvo. Cuatro hombres se pararon en frente suyo. Sintió el cañón de la pistola apretándole la nuca.
—Dame todo, hijo de puta, o te cago matando aquí nomas —Advirtió el de visera.
Los hombres que le miraban de frente esbozaron una sonrisa. En frente suyo, a unos veinte metros, se hallaba un gran mural del gaucho Antonio Gil. Miró fijamente la figura, prestando especial atención a la cruz roja tras la espalda.
—«Gauchito Gil», huh... —Suspiró finalmente—. ¿Veneran a un ladrón como a un dios...? —Agachó la cabeza, mirando el suelo de tierra.
—¡¿Qué te pasa, hijo de puta?! —Exclamó aquel del arma alzada. Un click se escuchó viniendo del extraño.
Antes de que pudiese jalar el gatillo, el extraño se esfumó de un segundo a otro junto a un leve susurro del aire.
El abrigo Cucci que portaba se deslizó por el aire hasta caer a la tierra, y aquel armado no podía más que posar de pie, con el brazo estirado y el rostro tieso, sin poder hablar. Todos, confusos, siguieron con la vista una nube de polvo que se deslizaba hasta aquel mural, donde posaba Petyr, envainando su espada en su cintura. La vaina era sostenida por un cinturón rojo, grueso, hecho de extrañas sogas. Deslizó lenta la hoja hasta el interior de la funda. A pocos centímetros de envainar por completo, se detuvo, y con un fuerte empujón guardó la hoja, junto a un gran chasquido. Fue entonces cuando el hombre del arma se separó en dos, con un pulcro tajo en diagonal que le atravesaba desde el hombro derecho hasta la cadera. Todos miraban confusos el cadáver, sin saber cómo reaccionar. Petyr los analizaba con la mirada, mientras posaba la mano en el mango.
—¡¡Hijo de put--!! —Gritó uno de los hombres, el más cercano a Petyr, mientras alzaba un revolver. Antes de que pudiese continuar, un veloz tajo en el cuello le detuvo. El aire se deformó frente a él.
Todos desenfundaron sus armas; en vano.
Tan rápido como solo podía serlo el sonido, Petyr le cortó la mano al segundo, y se apareció como un rayo frente al tercero, atravesándole el pecho con la hoja. Dejando la espada en el cuerpo, se arrancó la vaina y la arrojó con una fuerza tal que avanzó recta hasta estrellarse contra el estómago del cuarto, haciéndolo volar de espaldas, embistiendo sin freno alguno a otros dos a los cuales empujó a los lados, hasta que se detuvo en un poste de cables, con la vaina acariciándole las entrañas. Volvió a recoger la hoja. Rápido como el sonido.
Antes que los otros dos embestidos tocaran el piso, Petyr les hizo un corte que les atravesó el torso de lado en lado.
Los disparos iban y venían, pero ninguno acertó. Todos gritaban del pavor.
Veloz, los reflejos de la hoja no hacían más que aparecer, y luego, una fuente de sangre.
Dos manos más cayeron, con pistolas en ellas.
Se acercó agitando su hoja hasta aquel que aún posaba de pie contra el poste, sin poder respirar, con la vaina penetrándole la carne. Solo quedaban los mancos con vida.
De un rápido movimiento Petyr lanzó la espada, la cual avanzó girando en círculos por el aire, haciéndolo susurrar.
Hizo un recorrido casi circular, cortando la cabeza de los hombres antes de volver a Petyr, quien recogió la espada por el mango, como si fuera un puñal. De un rápido movimiento envainó la hoja, dando un golpe tan fuerte que terminó de matar al hombre, e hizo astillar el poste junto a un fuerte crujir.
El cabello del flequillo se posaba sobre sus cejas. Le molestaba. Con su mano se movió los cabellos hacia atrás.
Arrancó la vaina de las entrañas, y se fue caminando de regreso a la calle, con suma tranquilidad.
Nadie se había asomado a ver. Aunque, de igual forma, ¿qué dirían? ¿Qué un loco con una espada los mató esquivando las balas?
Era el lugar perfecto para practicar.
—No fue un corte sublime —Murmuró. Estaba decidido a practicar el resto de la noche.
Debía hacerle honor a las palabras que le había dicho a Irene.
«Si entrenamos, podemos movernos tan rápido que la vista de los humanos no podría seguirnos».
A ella no le gustaba que saliera a entrenar así, matando gente. Pero Petyr le prometió de que se trataría de criminales.
Un balazo no lo mataría, por supuesto, pero la idea era moverse tan rápido como una bala, o quizás más.