El Conticinio

De qué lado cae la moneda

Irene estaba sentada sobre una silla de madera, frente a una mesa de madera... en una casa de madera.

Alzó la mirada, y vio la espalda de su madre, tarareando una hermosa canción. Una canción que resultaba siempre tan familiar... pero no podía recordarla. Estaba cocinando. No sabía qué, pero el olor era delicioso, y le hacía gruñir el estómago.

Fue entonces cuando vio entrar a Petyr para servirse un vaso de agua. Su piel no poseía ningún tatuaje, y conservaba su mano derecha.

Ella los miraba en silencio. Vio a Petyr apoyarse en la mesada para beber, tenía un gran moretón en la mejilla derecha. Tenía los ojos verdes como la esmeralda.

Fue entonces cuando se dio cuenta. Nada era real. Y antes de poder decir algo... se despertó.

Otra vez vislumbró el techo sobre ella. Y al mover la cabeza, vio a Petyr, aún preso del sopor.

Posó sus pies desnudos en el frío suelo, y se acercó lo más silenciosa que podía hasta alcanzarlo. Posó su mano en su frente, y extendió sus raíces doradas por toda su cabeza, asegurándose de dormirlo profundamente. Luego, hundió sus dedos en el cuello de su hermano. Necesitaba verla nuevamente.

Y la vio. Revivió en carne propia aquellos recuerdos. Viajó antes de tan siquiera su nacimiento, cuando aún poseía cinco lunas.

Era una mujer hermosa, de ojos verdes y cabellera negra, como todos los de aquella raza. Su voz era gentil al igual que su mirada.

Sintió los brazos de su madre rodeándole. Era el cuerpo de Petyr... pero lo sentía en su propia piel. Eran tan suaves y cálidos...

Una gran sonrisa se esbozó en el rostro de Irene, y las lágrimas rebalsaron los parpados. Casi pierde la conexión, pero quería seguir sintiendo aquel abrazo. Cuando su madre amagaba a soltarlo, ella retrocedía. Una y otra vez. Pasó casi una hora así.

De repente, antes de tiempo, su madre soltó a Petyr, y lo tomó del rostro, mirándolo fijamente a los ojos.

—Te amo, hija.

Irene se asustó, y sin querer adelantó en los recuerdos a cuando su madre ya poseía el estómago hinchado. Se acariciaba la panza, entonces repitió la oración. ¿Se habían mezclado las memorias sonoras con las visuales? ¿Acaso era eso posible?

El corazón se le aceleró. Poco a poco perdía el control de sus pulsaciones, y de las memorias. Se vio obligada a desconectarse, y a volver a la realidad.

Cada vez su corazón latía con más fuerza, parecía que estaba a punto de estallar. Incluso Beto se despertó por los fuertes palpitares de la niña.

Se llevó la mano al pecho, le ardía sobremanera la raíz.

La cabeza le dio vueltas, perdió el equilibrio incluso estando sentada. De pronto, su espalda se estrelló contra el suelo. Estaba tan mareada que no podía tan siquiera levantarse.

Su vista se inundó de una fuerte brumosa negra que recubría todo. Veía destellos de aquellas memorias de su hermano; incluso revivió fugaces pinceladas de Cristian, aquel enfermero asesinado por Carlos.

Poco a poco sus palpitaciones se normalizaron y su raíz dejó de arderle, hasta que pudo reincorporarse de nuevo.

Estaba totalmente sudada, su ropa se había mojado por la transpiración y estaba totalmente fatigada. No tenía ganas ni siquiera de ponerse en pie, pero ya no tenía sueño como para volver a dormir. Era un sentimiento extraño. No paraba de meditar sobre los destellos de vivencias ajenas que acababa de ver.

Le costó veinte minutos poder ponerse en pie. Sin perder el tiempo, se encaminó hasta el baño para darse una ducha. Cuando se quitó la camiseta, no pudo evitar notar tres pequeños huecos en la espalda. La tela alrededor de los huecos se había endurecido y denegrido, como si se hubiese quemado.

Se retorció frente al espejo para verse la espalda, y cuando lo logró no se llevó más que decepción al no vislumbrar nada que no fuese su piel.

Se posó frente al cristal durante varios minutos, observando la raíz de su pecho. El sudor le perlaba toda la piel del rostro, hombros y panza, mas la ceniza piel alrededor del tatuaje parecía totalmente seca, como si todo sudor se hubiese evaporado antes de siquiera alcanzar la extraña tinta dorada. Y, reflexionando... se percató de que dicha tinta de variable color se había quedado de tal tono oro desde que vio al primer nefilim Amarè.

Posó su dedo sobre la piel marcada. Esperaba sentir algo. Frío, calor, lo que fuera. Pero no fue distinto a tocar la piel de su brazo. Rasqueteó con la uña, pero nada pasó. Otra vez se decepcionó.

 

Horas más tarde, se hallaba en Eleum Loyce, agitando la espada mientras su hermano la observaba. Por instinto la sostenía con una sola mano, y la removía por el aire como un palo de madera. Petyr debía recordarle a cada rato que la tomara con ambas manos.

—¿Qué sucede? Aquella vez eras mucho más rápida —Dijo Petyr. El cabello ya le había crecido hasta la nuca—. Desde entonces no volviste a hacerlo. ¡Y deja de tomarla con una sola mano!

—¡Es difícil hacerlo cuando tú practicas con ella todos los días! —Dijo Irene, molesta— Lo mío son las raíces, no las espadas.

—Vamos, Irene, pon algo de voluntad —Se aupó, tensando gravemente los músculos de sus piernas. De un segundo a otro, apareció frente a Irene, tomándola del brazo—. Si esto te sorprendió, el kaly lo hará más.

—No me sorprendió —Contestó ella, frunciendo el ceño. Ya estaba cansada de entrenar—, mis ojos ya se acostumbraron a tu velocidad.

Petyr alzó fuertemente el brazo, lanzándola a medio metro de altura. Le quitó la espada de la mano.

—¡¿Qué carajo te pasa?! —Gritó Irene tras estrellarse contra el suelo.

—Eso sí te sorprendió —Dijo Petyr con una sonrisa burlesca.

—No, pero tampoco puedo dejar de girar cuando ya estoy en el aire —Exclamó ella, alzándose nuevamente. Tenía las rodillas embarradas y la ropa sucia. De repente, una gran jaqueca comenzó a atormentarle.

—¿Qué sucede? —Preguntó su hermano al verla caminar con las manos en la cabeza.




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