El Conticinio

Su latido de plata

—Adiós... —Tarareó Carlos mientras lustraba sus zapatos negros de piel. Eran antiguos, pero se conservaban como el primer día— a todo lo terrenal. Sin cargas... Sin deudas ya por pagar...

Tres golpes sonaron en su puerta. Caminó tranquilo hasta ella y, al abrirla, divisó a Elizabeth, quien vestía una camiseta manga larga gris, cuyas mangas y zona de los hombros era verde, poseyendo un sol con rostro en el estómago, de circulo amarillo y rayos rojos.

—Alabado sea el sol —Dijo ella, dando directamente el primer paso hacia el interior de la casa.

—Vaya educación —Comentó Carlos—. ¿Y esa religión?

—Solo fue un chiste —Contestó Elizabeth, esbozando una leve sonrisa—. ¿Qué hacías? Yo estaba aburrida así que vine a verte.

—Lustraba mis zapatos. Cada tanto lo hago para que el cuero no se parta. Te sorprendería cuánto puede durar un zapato bien cuidado —Dijo, cerrando la puerta—. Además, me viene como anillo al dedo para cuando te acompañe a la universidad.

—Faltan como tres semanas. Estás más emocionado que yo —Elizabeth se sentó en el sillón, tirándose como una niña.

—No puedo negarlo —Contestó él, sonrojando levemente sus pómulos. Tenía un sentimiento de felicidad y nostalgia al saber que Elizabeth estaba cada vez más cerca de ser una universitaria—. Tal vez deba darte un regalo cuando termines el curso de ingreso —Se dirigió a la cocina con la intención de buscar una botella de jugo.

—¡Un regalo! —Dijo emocionada— Bien, quiero un set de maquillaje Chianel.

—Créeme, si pudiera pagar un set de cosméticos Chianel, ya me habría comprado un celular nuevo —Carlos reía mientras servía el jugo de naranja en dos vasos—. Me refería a algo más... accesible. Como un pantalón, o una camiseta. Quizás un estetoscopio, que es caro, pero te serviría. Además, nunca te vi maquillada, no creía que fueras de esas.

—La universidad estará llena de hombres. Hombres hermosos —Elizabeth intentaba hacer una voz suave y refinada—. Necesito verme guapa para ellos. Quiero uno con auto. Gracias —Recibió el vaso.

—Pues debo ponerle freno a tu auto y recordarte que aún tienes diecisiete, niña ajo —Carlos soltó una risilla.

—Lo sé, pero tendré dieciocho el año que viene. Seré legal —Guiñó el ojo con torpeza—. Me conseguiré uno de gama alta. Soy exclusiva.

—Me alegra que no te infravalores, pero tal vez deberías tener un poco más aterrizadas tus expectativas.

—¿Me dijiste fea? —Preguntó Elizabeth tras beber un trago. Apenas podía contener las ganas de reír.

—No, yo... —Carlos se puso nervioso.

—¡Me llamaste fea! —Levantó la voz, pero la voz le tembló en una débil risa. Puso el vaso en una mesita ratona— ¡Qué cruel! —Se llevó las manos al rostro— Y yo que me consideraba una mujer hermosa...

—¿No será ese el problema...? —Contestó Carlos, notando el sarcasmo en la voz de su vecina.

—Como sea, hay gustos para todo. Mira a mi hermana, ya hasta novio tiene la hija de puta —Recogió el vaso nuevamente—. Aunque van más lento de lo que esperaba...

—Supongo que es su ritmo. Mi esposa y yo tonteamos casi durante un año, tirándonos cartitas y así. Y eso que yo ya había conseguido el permiso de su madre.

—¿Cómo el permiso de su madre? —Preguntó Elizabeth con una risa burlona.

—Sí, en mis tiempos... Carajo, soné como viejo —Bebió un trago, dándose cuenta de lo viejo que estaba—. Antes, si te gustaba una chica, tenías que ir a su casa a hablar con su madre. Ella decidía si eras buen partido para ella o no, y le dejaba hablarte... o no. Yo tuve suerte. Según mi esposa, tuvo también otro pretendiente, uno de familia adinerada. Aún recuerdo que, según mi esposa, su madre le dijo: «Sé que con Chazarreta estarás bien, nunca te faltará nada y vivirás en lujos. Pero sé que con Marin serás feliz». Sigo sin creer que la vieja haya dicho eso, porque siempre fue mala conmigo. Hasta que nació mi hija, claro, entonces se convirtió en una viejita dulce —Soltó una risilla nostálgica—. ¿Sabes cómo se conocieron tus padres?

—Según mi mamá, se conocieron en un baile, cuando ella aún era adolescente. Ella tenía dieciséis, y él diecinueve. Los presentó mi tío, el hermano de mi papá. Mi papá era un pedófilo —Dijo con una sonrisa melancólica—. Mi mamá recuerda haber bailado algo llamado «Por Una Cabeza». Dice que mi papá bailaba más duro que un cubo de hielo. Solo fueron amigos por varios años, hasta que él la besó en un restaurante de comida rápida. Le hizo cerrar los ojos, y entonces le dio un beso. Sería súper romántico si el idiota no hubiese tenido la sal de las papas en la boca —Soltó una risilla—. Supongo que así se dan las cosas. No todo es un cuento de hadas... Y no todo tiene un final feliz.

—No todos tienen un final apoteósico. Pero sí una vida que hace que, al final, todo valga la pena. ¿O no?

—Depende —Suspiró ella, mirando al techo—. Hay tantos puntos de vista como personas estén mirando.

Carlos la miró en silencio durante unos segundos. Finalmente se dispuso a sentarse a su lado. Elizabeth miraba el vaso con nostalgia. Él esbozó una leve sonrisa.

—Tengo un viejo tocadiscos. Y un vinilo de Gardel. ¿Te gustaría bailar la misma canción que bailaron tus padres hace años? —Propuso Carlos.

—No puedes estar hablando en serio —Dijo ella con una risilla. Estaba nerviosa, y la melancolía se le reflejaba en el cristalizado brillo de sus ojos.

Carlos corrió la mesita ratona, luego se acercó a un mueble, y de él sacó un viejo tocadiscos con forma de maletín. Estaba polvoriento, pero un par de sacudidas y soplidos ayudaron a limpiar. Luego, sacó un vinilo de Carlos Gardel, esbozando su galante sonrisa y su sombrero que le aportaba mucho a aquella seductora mirada capaz de enamorar a cualquiera.

—Fui con mi esposa a un concierto de Gardel, ¿sabías? En el veinticinco, cuando vino a Gila. Ella me enseñó a bailar esta pieza —Contó Carlos mientras colocaba el disco, y seleccionaba el tema.




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