El Conticinio

El conticinio

El jueves finalmente llegó, y mucho se sorprendieron las gemelas Rídice cuando, al salir de la escuela, divisaron a su madre estacionada en la puerta, con un auto rojo.

Su madre no poseía un auto...

—Súbanse —Dijo Raquel, sin darles tiempo a terminar de sorprenderse, o impactarse en caso de Cindy.

Alma y Santiago, quienes salieron detrás de ellas, se detuvieron a su lado para mirar el auto.

—Mamá, ¿de dónde sacaste esto? —Preguntó Cindy, extrañada y sorprendida a la vez.

—Suban —Repitió su madre. Las gemelas obedecieron, subiéndose al asiento trasero con cierto aire temeroso.

Avanzaron por largos kilómetros, hasta darse cuenta que habían salido de Klavik; entonces Elizabeth se atrevió a preguntar a dónde iban.

—Empaqué sus cosas —Dijo su madre, mirando el camino—. Tengo libre hasta el lunes, iremos a un camping, alquilé una cabaña por el fin de semana. Allí hay capibaras, Cindy, sé que te encantan.

—Pero mañana tenemos que entregar el trabajo de Ingles —Dijo Cindy, preocupada.

—Mi amiga es dentista, me falsificó un par de justificativos. Si preguntan, les sacaron las muelas del juicio —Respondió Raquel, mirándola por el retrovisor. Ambas gemelas se miraron a los ojos, preocupadas—. No se preocupen. Quiero pasar un fin de semana con mis hijas, es todo.

—Es que es tan repentino que realmente asusta —Dijo Elizabeth con una sonrisa nerviosa—. Apareces de la nada, con un auto que no sabemos de dónde lo sacaste... ¿Nos vas a ahogar en un lago?

—Este auto me lo prestó mi compañera a cambio de llevarla al aeropuerto —Dijo Raquel con una sonrisa animada—. Aún no pierdo la habilidad que adquirí con el auto de Michael —Sonrió. Habían subida una autopista tan alta que permitía ver toda la ciudad, y más allá—. Les prometo que estoy ahorrando para un auto, chicas. El mismo modelo que teníamos antes. Denme un año más y lo tendremos, lo juro —La sonrisa se tornó melancólica.

—Quería olvidar que vendimos el auto de papá —Suspiró Cindy, mirando por la ventana—. Me recuerda el motivo de la venta...

—Fue difícil para todos, cielo —Raquel le miró el perfil a través del retrovisor—. Tengo este auto el resto del mes, Elizabeth. El otro viernes puedo llevarte a la universidad a buscar el libro.

—No, gracias, mamá —Dijo Elizabeth, nerviosa—. Iré con un amigo.

—Bueno, yo decía —Se encogió de hombros—. Ustedes dos ya andan saliendo mucho con sus amigos. ¿Ya tengo un yerno?

—No, por mi parte no —Dijo Elizabeth, preparando sus auriculares para el viaje.

—¿Y tú Cindy? —Dijo su madre, mirándola por el espejo. Su hija albina lo negó, pero cuando sus pómulos pasaron de rosáceos a rojos, Raquel supo que mentía— Está bien, puedes decírmelo. Ya estás en edad. Pero espero que recuerdes la charla.

—La recuerdo, mamá. No te preocupes —Dijo Cindy en tono alargado, como si estuviese molesta. Pero estaba avergonzada.

Cindy apoyó la cabeza en la ventana y juntó sus blancos parpados de bordes rosáceos. Por suerte, el sol no estaba de su lado.

Odió soñar con aquella charla. Cuando las niñas habían tenido su primer periodo, su madre las llevó al ginecólogo para que les explicara varias cosas. Allí fue cuando aprendieron sobre los preservativos, las pastillas y, por supuesto, los múltiples riesgos de no cuidarse. Ambas niñas, de tan solo once años, no pudieron más que incomodarse mientras el médico y su madre les hablaban. Eso hizo que lo recordara mejor. Aunque Cindy lo hacía a medias, pues estar indispuesta no era algo agradable para una mujer saludable; mucho menos para una anémica.

Lo que sí recordó a detalle puro fue la charla que su padre les dio a ambas, en solitario, sin la presencia de su madre en la habitación. Siempre cargaba su pañuelo de algodón en la mano.

—Hijas, ya son señoritas, y están creciendo —Dijo. La tos le interrumpió. Cindy siempre apartaba a sus ojos, pues le dolía sobremanera el solo oír a su padre, y el verlo era aún peor—. El doctor ya les habló sobre lo que son las... —La tos volvió a interrumpirle, ahora más fuerte— sobre las relaciones sexuales. Yo no les voy a impedir que las tengan. Llegará el día en que tengan un novio o una novia, y querrán hacerlo. Lo único que les pido es que se cuiden, sin importar qué tanto les esté volando la cabeza. Y que sepan que nadie tiene derecho a obligarlas a nada; no existen las «demostraciones de amor», esas son puras idioteces, no existe excusa para no cuidarse. Si ustedes no quieren hacer algo, sea el motivo que sea, nadie las puede obligar —Otra vez, tos—. Nadie tiene derecho a obligarlas, y si alguien les dice «si me amas, tienes que hacer esto como muestra de amor», entonces sepárense, porque esa persona no vale la pena, porque alguien que sí valga la pena entendería el hecho de que no quieran hacer algo, y lo respetaría. Ustedes son mi mundo, las estrellas de mi vida, y no quisiera que ningún o ninguna idiota las obligara a hacer cosas que no quieren. Y les pido que tengan la confianza de decirme a mí o a su madre cuando van a tener su primera relación, si es que lo están planeando con alguna pareja, para que de esa forma podamos ayudarles, ya sea dándoles los medios o simplemente para estar seguros —Hizo una pausa para verlas—. Las amo tanto...

¡Pam! Sonó la cabeza de Cindy contra la ventana, despertándola de golpe.

—¡Mamá, me hice mierda el culo! —Reclamó Elizabeth, molesta mientras se quitaba los auriculares.

—¡Lo siento! —Rió Raquel— Perdí la habilidad de esquivar pozos. Ay, Miguela me va a matar... Pero miren, ya casi llegamos.

Cindy miró por la ventana. El auto se tambaleaba por la larga carretera de tierra. Al lado del vehículo se divisaban las colosales columnas de la altísima carretera. Al lado de la ancha carretera había otra mucho más delgada, y más alta, en la cual vio pasar un gran tren que avanzó fugaz hasta perderse en la vista, donde los árboles del campo lo escondían a la distancia.




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