El Conticinio

Amarga inocencia

Era la noche de un martes, cálida, de viento fresco.

Carlos estaba sentado en su patio trasero, sobre los escalones de madera bebiendo una helada gaseosa de lima, hablando por teléfono.

—Así es, señor, el viernes veintinueve —Dijo—. Acompañaré a una amiga a la universidad. A la San Ferluci, señor. Bien. No, no se preocupe, no tengo drama en ir el domingo. ¿A qué hora? Y, creo que tiene turno como a las dos para retirar el libro. Así es. Bien, los llamaré enseguida. Gracias, señor.

Colgó la llamada, y volvió a revisar los contactos de su agenda mientras bebía un largo trago de la gaseosa. El frío gas le hizo soltar un susurro que le aclaró la garganta. Llamó a Luis, su compañero.

—Hola, Luisito. Escúchame, necesito que me des el viernes a cambio de mi domingo, el de la semana que viene. Sí, tarado, te dije que tenía que acompañar a mi amiga a la universidad. No, a la universidad, no al motel —Dijo con una risilla—. Cállate, es menor de edad... ¿Guardar el secreto de qué? Si es mi amiga. Oye, escúchame, solo escúchame. Dame el viernes y yo te daré mi domingo. Me estás jodiendo. ¿Y a mí que me importa que el trabajo sea tu excusa para faltar? No seas hijo de puta y ve al cumpleaños de tu suegra, dale que ya te estoy dando el domingo. Es el primer favor que te pido, tú me debes como treinta. Está bien, gracias... —Colgó con una sonrisa.

Los grillos comenzaron a sonar. El viento le acarició los brazos y, de cierta forma, le motivó lo suficiente.

Bebió el resto de un trago, y dejó el vaso a su lado para ponerse en pie. El necrum comenzó a secretarse de su columna, y se extendió hasta las manos, cubriéndolas como negros guanteletes. Luego, lanzó un fuerte gancho hacia abajo que hizo susurrar el aire, provocando una ráfaga de viento que hizo danzar el pasto aún a tres metros suyo. Fue casi tan rápido como el sonido.

Una sonrisa se le esbozó en los labios, y lanzó otro gancho, solo que con su mano izquierda. Luego, un golpe tras otro hacia el aire, algunos haciéndole susurrar, otros, sonando como un latigazo al retroceder. No pasaron ni diez segundos cuando ya había lanzado casi ochenta puñetazos al aire. Era tiempo de más, y decidió cubrirse las piernas con aquellas botas con garras, y continuó con un juego de ganchos y patadas. Terminó lanzando un fuerte golpe con su brazo derecho, haciendo el necrum girar alrededor de todo su antebrazo, formando una especie de taladro que penetraba el aire.

La adrenalina le subió por la motivación, por lo que empezó a danzar burlonamente, dando pequeñas bofetadas a las suelas de sus pies mientras daba pequeños saltitos, y continuaba lanzando combos que se inventaba en el momento.

La motivación subió, y cubrió su torso con necrum a modo de armadura. Lanzó golpes junto a risillas y grititos. Se dejó llevar tanto que dio un gran salto de dos metros, girando en el aire con un una sola patada que atacaba a todas las direcciones, tan veloces que marcaban su trayecto difuminando el espacio; hasta caer y terminar con una patada de circular barrida, estirando el necrum como una larguísima y delgada hoja. Cuando se levantó y miró a su alrededor, se había percatado de que cortó el pasto con dicho ataque, formando un círculo perfecto que le rodeaba.

—Se siente bien... —Se dijo a sí mismo con una sonrisa mientras se tronaba la muñeca, regresando el necrum a su espalda.

 

 

Al día siguiente Elizabeth caminó hasta la escuela, sola, pues Cindy se había descompuesto. La joven albina se había quedado temblorosa en su cama, apenas pudiendo abrir los ojos.

O eso pensaron, pues poco se habría imaginado Elizabeth que su hermana se había ido de la casa veinte minutos después de ella, vestida con una camiseta gris de cuello bote, con un pantalón azul de algodón, distando totalmente de la vestimenta estudiantil.

La joven albina tomó el autobús hasta encontrarse con Ariel, a veinte minutos de viaje.

—Te ves hermosa —Dijo él con una sonrisa, para luego darle un breve beso en los labios.

—Estoy nerviosa. Nunca hice esto —Dijo Cindy con cierto miedo grabado en el rostro.

—Tranquila, no se darán cuenta. Dijiste que hoy tienen clase hasta las seis. Tenemos más tiempo. Vamos.

Ambos caminaron junto al río. A Cindy le encantaba esa calle, pues le recordaba un poco lo que debía ser Venecia; los edificios altos y anaranjados, las personas yendo de aquí para allá y los botes navegando calmos sobre el agua.

—Era muy bueno con nosotras. Nos daba los caprichos, pero sin malcriarnos. Bueno, excepto cuando mi mamá hacía llorar a alguna, entonces nos llevaba a ambas al kiosco a comprarnos la golosina que quisiéramos —Dijo Cindy. Le había estado contando sobre su padre. Una sonrisa nostálgica se había dibujado en su blanco rostro. La piel se le comenzaba a sonrojar por el sol—. También era muy gracioso, siempre nos hacía reír. Se ponía una naranja en la boca y nos seguía como un monstruo. Ya sabes, como Don Vito.

—Vaya, se ve que era un buen hombre —Dijo Ariel—. Yo creo que tuve suerte; mi mamá se casó con otro antes de que yo tuviera recuerdos de mi verdadero papá. Lo único que supe de él era que tenía una pizzería, y que golpeó a mi mamá hasta dejarla hospitalizada. Curiosamente en ese momento nací yo —Dijo con una sonrisa.

—Dios —Dijo Cindy, impresionada—. Yo... lo siento.

—No lo sientas. No tuve un vinculo muy especial con mi madre. Este marido suyo, Víctor, siempre la lleva a cenar. Trabajan juntos, por lo que casi siempre estoy solo en mi casa, incluso de noche. Hay veces en las que no vienen en días por quedarse a dormir en un motel. Estoy seguro de que hoy será uno de esos días. Como sea, así fue como aprendí a cocinar. Empecé hirviendo fideos y salchichas, como todos, y ahora hago el mejor guiso del país.

—Suerte superando el guiso de mi hermana —Dijo ella con una leve sonrisa. Lo que Ariel le dijo le había sorprendido, pero sintió la necesidad de cambiar de tema—. Últimamente está usando aceite de oliva, y ciertamente le da un buen sabor. Aunque la grasa siempre dará ese toque de campo.




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