El Conticinio

Buen viaje

—Cuando volvamos, podrás probar la ragwid. Es la fruta más deliciosa que existe. Es carísima, pero créeme que vale mucho la pena —Le había dicho Petyr a su hermana hace unos días—. Habrá tantas cosas que hacer... pero todo valdrá la pena.

Los recuerdos golpeaban el pecho de Irene. Cada paso que daba, sentía como si la culpa le apuñalara el alma con su fría hoja. Un fuerte dolor le punzaba el tatuaje, como hace tiempo no sentía.

—El mundo es una mierda para nuestra gente. Pero pronto cambiaremos eso. Te lo prometo —Recordó la sonriente imagen de su hermano—. Eres lo más importante para mí, Irene. No dejaré que te mate ese kaly. Sigue el plan, y todo estará bien.

«Mentiroso.» Resonó en su cabeza. Si fuese lo más importante para él, la habría seguido, pero no fue así. Aunque, de igual manera, no podía evitar sentirse culpable por estar ya tan lejos de su hermano, caminando por una oscura callejuela, tan larga hasta donde llegaba la vista.

—No te dejaré morir. Los maestres hallarán una manera de que tus raíces no te maten —Recordó, fugaz como una ventisca.

El ardor en su pecho se incrementó cada vez más, y sintió las raíces extenderse por su piel tan lentamente como el paso de las estrellas. La vista comenzaba a difuminarse poco a poco, sintiendo que la callejuela era engullida cada vez más por la oscuridad.

De pronto, recordó un familiar tarareo. Como un leve destello, recordó la espalda de su madre, para pasar a la imagen de su hermano, sentado en el patio trasero con la espalda contra el árbol. Tenía la Aglaophotis apoyada con su punta contra el césped, y el mango en su hombro, limpiando la hoja con un paño desde el lado contrario al filo. Era el mismo tarareo que oía en sus sueños. Pero... ¿cuándo había sucedido aquello?

—Destinos... tejiendo sus hilos —Tarareaba.

Irene sintió la fría pared de adoquines chocar contra su hombro, agitándola. El sudor le escurría por la piel, y sus ojos perdían la orientación. El dolor en su pecho escaló hasta los hombros, y luego hasta la cabeza. Cada que jadeaba, el vapor emanaba de su boca. Pronto, observó como la oscuridad terminaba de engullir la callejuela.

—Tu gente, querrás decir —Su propia voz resonó en lo más profundo de su memoria.

Destellos comenzaron a atormentarla. Olivos, sangre, y el brazo de su hermano, fueron imágenes que le llegaron en un instante.

Cerró con fuerza los ojos para no observar, deseando con soñar algo cálido. El cuerpo le dolía como la más penitentes de las enfermedades. Un hilo de sangre le caía por la nariz y los oídos, y las lágrimas comenzaron a caerle por los ojos.

Contrito y humillado corazón sea, nefilim en renacer —Oyó dentro de su alma—. No dejéis que la compunción y el congojo se apodere de vos.

Separó sus parpados, abriendo la boca y tomando una fuerte bocanada de aire. Jadeaba, asustada y aturdida.

En frente suyo se hallaba la mesa de madera, en aquella cabaña con la que soñó incontables veces. Y allí estaba la espalda de la mujer que le había dado la vida, cocinando y tarareando.

La observó por varios segundos, quizás minutos. La mujer estaba tan tranquila, era casi como si la notara. Pero algo faltaba. Petyr no había llegado a beber agua como siempre lo hacía. De cierta forma, el sueño se sentía diferente, como si no fuese un sueño.

Sus labios se separaron lentamente. Su mandíbula temblaba igual que sus pulmones, pero finalmente pudo formular aquello que tanto deseó, pero que nunca pudo.

—¿Mamá?

La mujer se volteó atraída por el sonido, confusa, buscando con la vista. Pero parecía no encontrarla. Irene agachó la cabeza, desviando la vista, triste. Claro, era solo un sueño.

—Es broma. ¿Qué pasa? —Dijo la mujer con una gran sonrisa. Irene alzó la mirada, totalmente sorprendida. Sus ojos comenzaban a cristalizarse como las plantas durante el rocío matutino.

—Mamá, tú... ¿me ves? —Preguntó con la voz temblorosa. Parecía haberse hipnotizado por aquellos ojos verdes.

—Claro que te veo, hija —Dijo su madre con una leve sonrisa, limpiándose las manos con un repasador—. ¿Qué sucede? —Preguntó al notar que las lágrimas caían de los tristes ojos de su hija.

—Tú... Tú no eres real... Tú estás muerta... —Sollozó Irene.

Su madre se acercó, con una sonrisa triste grabada en el rostro.

—Bueno, eso es verdad —Dijo en un suspiro—. Pero ahora, en este momento... estoy viviendo dentro de tu corazón.

—¡No, eso es imposible! —Gritó Irene, cerrando los ojos. Ver a su madre le causaba un fuerte dolor— Tú moriste... por mi culpa.

—Oh, hija —La tomó del rostro con su suave mano. El tacto se sintió tan real para Irene que le daba miedo. Pero a la vez, paz—, no fue tu culpa en absoluto. Tampoco de tu hermano. Solo mía —Le dijo con una leve sonrisa—. Incluso en mis últimos momentos, no me arrepentí de haberlos tenido.

—Mamá... —Se atrevió a devolverle la mirada. Sus ojos verdes reflejaban el sollozante rostro de la pequeña— ¿por qué Petyr está tan obsesionado con ese kaly? ¿por qué no entiende que si lo mata, nada garantiza que nos perdonen?

—Porque así son los hombres, hija mía. Pasionales, capaces de arriesgar hasta la última gota de sangre con tal de cumplir sus objetivos, no atienden a la razón. ¿Pero te has preguntado por qué arriesgó tanto? ¿En qué momento decidió embarcarse en un viaje sin final? —Irene no supo qué responder— Por la persona que más ama en este mundo: por ti. Él quiere verte crecer en el mundo que conoce, quiere que crezcas como un älvor. Tú eres su mundo. Eres su hermana, pero te ama aún por encima de su propia vida, y es por eso que ha decidido pelear una batalla que sabe que no ganará, porque tiene la esperanza de que puedan recuperar su hogar.

—Pero... ¿por qué no entiende que si él muere, me quedaré sola? ¡¡¿Por qué es tan egoísta de no darse cuenta de que mi hogar está con él?!!




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