El Conticinio

Epílogo

El viento aullaba sobre las placas de mármol, allí donde los nombres de los difuntos yacían grabados. Unas botas caminaron sobre el césped, cuyas gotas de rocío brillaban al sol como si dios hubiese bañado la tierra en pequeños diamantes, y se detuvieron frente a una de las tantas placas.

Se trataba de Cindy, quien se acuclilló frente a la tumba de su padre. Estaba hecha una mujer, con ya veintiocho lunas a su espalda. Infló su pecho de aire, y lo expulsó suavemente por la boca antes de hablar.

—Hola, papá —Dijo—. Ha pasado mucho tiempo. Perdón por procrastinar esta visita. Es que... ya sabes cómo me llevo con los cementerios.
»Han pasado demasiadas cosas. Me han ascendido. Sí... Si todo sale bien, para fin de año podré comprarme un auto. Y Elizabeth se ha labrado de un buen nombre en su campo. Sé que es prácticamente nueva, pero muchos prefieren atenderse con ella. Ha cumplido su sueño, papá. Finalmente está ayudando a las personas —Una gran sonrisa le dibujó en el rostro mientras sus ojos perlados por las contenidas lágrimas brillaban más que las gotas de rocío. Poco a poco las gotas comenzaron a brotar, y a deslizarse suavemente por su piel—. Lo siento. Perdón por no poder ser fuerte, papá. Es que... todavía duele, aún duele recordar aquel día. No pudimos despedirnos porque creíamos que esta enfermedad iba a pasar, pero tu cuerpo se cansó, y finalmente te dio el descanso que tanto deseabas. Te amo demasiado.
»A veces en mi silencio no me puedo negociar, veo que nada me alcanza si no estás conmigo, y me pongo a llorar sola como una idiota.

El viento aulló con más fuerza, secándole las lágrimas de la mejilla. Fue entonces cuando llenó sus pulmones, y exhaló el aire, limpiando sus pulmones, acariciando el alma.

—Cuando falleciste, te pedí que me visitaras en mis sueños. Por mucho tiempo creí que había sido inútil, pues me dejaste algunos años esperando. Pero cuando Elizabeth abrió los ojos, viniste. El mismo día que Carlos desapareció. Elizabeth ha intentado contactarlo cuando se graduó, pero como se fue sin dejar rastro, no pudo, y finalmente terminó aceptándolo.
»Le conté a Elizabeth sobre los sueños hace unos días. Y me dijo que necesitaba esto, que necesitaba venir y buscar esa despedida que jamás pude tener —Suspiró—. Tal vez me hayas visitado en mis sueños, tal vez solo sea yo, que te extraño con mi vida, pero verte me ha hecho sentir mejor, pues me aconsejaste en mis momentos más difíciles. Aunque eso ya lo sabes, claro.
»Elizabeth ha crecido mucho, ¿sabes? Incluso más que yo. Me ha enseñado muchas cosas estos años. Me ha hecho entender de que todo en esta vida pasa por algo, ya sea algo tan bueno como sacarse la lotería, o una total mierda como perder a alguien. La vida puede ser difícil, pero si estás con las personas correctas, puedes con todo. Papá, muchísimas gracias por darme a la mejor hermana del mundo, y a una madre que jamás me soltó el brazo. Has estado poco tiempo con nosotras, pero me has enseñado más de lo que cualquier padre podrá enseñar a sus hijos jamás.
»Me enseñaste a poder decir que no. Me enseñaste a confiar en quienes amo... Y me enseñaste que todos merecemos ser felices. Tal vez no podamos vivir por siempre con quienes amamos, pero quienes amamos vivirán por siempre en nuestra alma.

El canto de las aves se elevaban por los cielos, más y más alto como una pacífica serenata que surcaba las nubes, mirando al mundo desde la cúspide. El viento parecía llevar el canto más lejos de lo que cualquier ser pudiese imaginar, hasta perderse en las verdes hojas del bosque Fortuna.

Entre los árboles se encontraba un ciervo bebiendo del río, con sus hermosas astas extendiéndose majestuosas por el aire. Un pequeño crujido le hizo alzar la mirada. De pronto, oyó un veloz susurro. Una flecha voló veloz hasta su cuello; el animal se agitó, corrió varios pasos mientras se tambaleaba, chocando su cuello contra el grueso tronco de un árbol, desplomándose sobre sus raíces. Se esforzaba sobremanera por recoger un poco de aire mientras la sangre se deslizaba sobre la madera e inundaba el suelo. Varios pasos, lentos y pacíficos, se oían acercándosele, quebrando las hojas y ramas en la cercanía.

El animal vio asustado a su cazador, quien se acuclilló en frente suyo y posó su mano en su cuello, cerca de la herida. Era una mano suave de delgados dedos, cuyo dorso poseía tatuajes dorados que se extendían a lo largo de la piel hasta llegar al pecho. Movió sus ojos para observar el rostro de su asesino, mas su vista era brumosa, a punto de esfumarse, y el tortuoso dolor no le ayudaba mucho, pero parecía bufar con mayor fuerza al observar cuernos en la negra silueta del cazador.

—Lo siento —Dijo el cazador mientras extendía sus tatuajes sobre la carne del animal—. Calmaré tu dolor.

El animal ya no sufrió, pues todo dolor se había esfumado. De pronto, una cuchilla violácea le atravesó la garganta, cortándola de lado a lado. La mano le acarició el rostro en una última señal de respeto. Irene limpió la hoja con un pañuelo, y volvió a enfundar la daga en su cinturón de cuero.

—¡Agro! —Gritó mientras se posaba de pie. Una gran yegua llegó corriendo de entre los árboles. Su cabello, negro como la noche, parecía brillar por las hebras de luz que penetraban entre las hojas. Poseía una mancha romboide blanca sobre la frente. Se posó frente a Irene, quien le acarició la cara— Vamos, chica, tenemos que llevar esto a casa.

Cargó el ciervo a lomos de la yegua, atándola con cuidado de que no se cayera. Luego tomó de las riendas y caminó a su lado. Su cabellera caía en una gruesa trenza por su espalda, terminando a la altura de la cadera. En su hombro llevaba un arco, y tras su cinturón había un gran morral desde el que se extendían flechas.

Caminó hasta toparse con una gran cabaña. Cargó al animal en sus hombros y lo posó bajo el gran árbol junto a la casa, lugar donde la yegua se posó para descansar. Allí atravesó la pierna del ciervo con un gancho amarrado a una soga, la cual pasaba por encima de unas ramas y, con un sistema de poleas, lo alzó hasta que quedase totalmente colgado. Mojó un paño con el agua de un gran bebedero y limpió la sangre del pelaje de Agro, y luego puso una cubeta vacía bajo el animal muerto, donde aún seguía cayendo un hilo de sangre. Se posó el puño sobre el pecho, abrigándolo con su mano izquierda mientras cerraba los ojos y rezaba en silencio. Acto seguido, desenfundó la daga. Comenzó a cortar la piel de las patas, llevando la hoja hasta el pecho del animal.




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