El contrato Kov ' a

Capítulo 2

El trayecto fue un borrón de luces de neón y silencio asfixiante. Damián no volvió a hablar después de guardar el contrato en el bolsillo interior de su saco, pero su presencia llenaba todo el espacio, pesada y eléctrica.

​Cuando el coche finalmente se detuvo, mis dedos estaban entumecidos de tanto apretar la tela de mi vestido.

​Miré por la ventanilla. La Mansión Petrov no era una casa; era una fortaleza de mármol y cristal, iluminada como si fuera el centro del universo. Había fotógrafos en la entrada, una alfombra roja y una fila de coches que costaban más que la vida entera de mis padres.

​Iván abrió la puerta y el aire gélido de la noche me golpeó la cara, pero no tuve tiempo de reaccionar.

​La mano de Damián apareció frente a mí.

​—Vamos, Aris. Es hora del espectáculo —dijo. Su tono era neutro, pero sus ojos grises brillaban con una advertencia clara: ni se te ocurra fallarme.

​Tomé su mano. Su piel estaba caliente, un contraste brutal con mi propia temperatura. Me ayudó a bajar del coche y, en un movimiento fluido que parecía ensayado, deslizó su brazo alrededor de mi cintura, atrayéndome hacia él con una fuerza posesiva que me robó el aliento.

​Mi cuerpo se tensó al chocar contra el suyo.

​—Relájate —susurró contra mi oído, sus labios rozando peligrosamente mi piel—. Si te ves como si fueras al matadero, nadie creerá que eres mi prometida. Sonríe, Gatita.

​—Para mí, esto es un matadero —repliqué entre dientes, forzando una sonrisa rígida mientras los flashes de las cámaras estallaban a nuestro alrededor.

​Damián soltó una risa baja, vibrando contra mi costado.

​—Entonces asegúrate de ser la superviviente, no la víctima.

​Entramos en el vestíbulo. El lugar olía a dinero viejo, perfume caro y flores frescas. El sonido de un cuarteto de cuerdas intentaba suavizar el ambiente, pero yo solo podía sentir las miradas. Cientos de ojos se clavaron en nosotros. O mejor dicho, se clavaron en Damián Kova, el príncipe oscuro de la ciudad, y luego se deslizaron hacia mí con curiosidad y veneno.

​—Mantén la cabeza alta —ordenó él en voz baja, apretando ligeramente mi cintura—. Eres una Kova ahora. O casi. Compórtate como tal.

​Caminamos por el salón principal como si fuéramos los dueños del lugar. Damián saludaba con asentimientos secos, sin detenerse, arrastrándome hacia el fondo de la sala donde un grupo de hombres mayores conversaba con copas de whisky en la mano.

​Reconocí al instante al hombre del centro.

Dmitri Kova.

​El padre de Damián era una versión más vieja, más ancha y mucho más aterradora de su hijo. Tenía los mismos ojos grises, pero donde los de Damián eran tormenta, los de Dmitri eran hielo muerto.

​—Padre —saludó Damián, deteniéndose frente a él.

​Dmitri nos evaluó con una lentitud insultante. Su mirada barrió mi vestido azul, mis manos desnudas y finalmente se detuvo en mi cara.

​—Veo que has llegado, hijo. Y has traído a la señorita Halloway —su voz era grave, como piedras rodando cuesta abajo.

​—Mi prometida, padre —corrigió Damián con una calma letal.

​El silencio que siguió fue denso. Los otros hombres del círculo nos miraban con incomodidad.

​—Una elección... interesante —dijo Dmitri finalmente, dando un paso hacia mí. Me sentí pequeña, insignificante ante su aura de poder—. Pensé que tu gusto se inclinaba más hacia las fusiones corporativas, no hacia la caridad universitaria.

​Sentí que la sangre me subía a las mejillas por la humillación, pero antes de que pudiera abrir la boca para defenderme (y probablemente arruinarlo todo), la mano de Damián se cerró con más fuerza en mi cadera, casi dolorosa.

​—Aris no es caridad. Es la inversión más segura que he hecho —dijo Damián, mirándome a los ojos con una intensidad falsa que casi parecía devoción—. Es leal. Y eso es un recurso escaso en esta sala, ¿no crees?

​Dmitri soltó una carcajada seca, sin humor.

​—La lealtad se compra o se fuerza, Damián. Asegúrate de saber cuál de las dos estás usando. —El hombre me miró una última vez—. Bienvenida a la familia, niña. No nos defraudes. El precio del fracaso en mi mundo es muy alto.

​Sabía exactamente a qué se refería. No hablaba de reputación. Hablaba de mi hermano.

​—Con su permiso —dijo Damián, y me giró antes de que me desmayara o vomitara allí mismo.

​Nos alejamos hacia las puertas de cristal que daban a la terraza. Necesitaba aire. Sentía que el vestido se encogía a cada paso.

​En cuanto cruzamos el umbral hacia el balcón semioscuro, me solté de su agarre bruscamente y caminé hasta la barandilla de piedra. El aire frío de diciembre me llenó los pulmones, pero no quitó el ardor de la rabia.

​Oí el chasquido de un encendedor detrás de mí.

​—Lo hiciste bien —dijo Damián. El olor a tabaco y menta me envolvió de nuevo.

​Me giré, furiosa. Él estaba apoyado contra la pared, con un cigarrillo entre los dedos y esa maldita expresión de control absoluto.

​—Eres un bastardo —escupí—. ¿"Inversión segura"? ¿Eso soy para ti? ¿Un activo más en tu cartera?

​Damián dio una calada larga y soltó el humo hacia el cielo nocturno.

​—Eres lo que necesito que seas, Aris. Y ahora mismo, necesito que seas mía.

​—Todo esto es una locura. Tu padre me odia. Todo el mundo ahí dentro me mira como si fuera un bicho raro. ¿Por qué yo, Damián? —Di un paso hacia él, la desesperación rompiendo mi voz—. Podrías haber contratado a una actriz. Podrías haber elegido a una de esas chicas ricas que se mueren por ti. ¿Por qué arrastrarme a mí a tu infierno?

​Él tiró el cigarrillo al suelo y lo pisó con su zapato de diseño. Luego, se movió.

​Fue rápido. Demasiado rápido.

​En un parpadeo, Damián había cruzado la distancia entre nosotros. Me acorraló contra la barandilla de piedra, sus manos apoyadas a cada lado de mi cuerpo, atrapándome. Su rostro quedó a centímetros del mío.




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