El ascensor privado subía tan rápido que se me taparon los oídos. Miré los números digitales cambiar en el panel: Piso 40... 45... 50. Estábamos subiendo a la cima del mundo, o al menos, a la cima del reino de Damián Kova.
El silencio entre nosotros era espeso. Mis labios todavía hormigueaban por el beso en la terraza, un fantasma de presión y menta que me negaba a reconocer. Damián, por su parte, miraba al frente con esa indiferencia glacial, como si no me hubiera devorado la boca hacía veinte minutos.
Las puertas se abrieron directamente al apartamento.
Si la mansión de su padre era un mausoleo de dinero viejo, el ático de Damián era una fortaleza de modernidad fría. Todo era vidrio, acero negro y suelos de madera oscura pulida. Las paredes exteriores eran ventanales de piso a techo que mostraban la ciudad iluminada a nuestros pies.
Era impresionante. Y se sentía terriblemente vacío.
—Bienvenida a casa, Gatita —dijo, saliendo del ascensor y quitándose la chaqueta del esmoquin mientras caminaba. La tiró sobre un sofá de cuero negro sin mirar atrás—. No te quedes en la puerta.
Entré con pasos vacilantes. El lugar olía a él: limpio, caro y masculino.
—Mis cosas no están aquí —dije, abrazándome a mí misma. El vestido azul de repente se sentía como un disfraz ridículo en este entorno tan severo—. Dijiste que me mudaba mañana.
—Iván traerá lo básico temprano. Por esta noche, te arreglarás con lo que hay.
Damián se aflojó la corbata y desabrochó los primeros botones de su camisa, dejando ver la piel bronceada de su garganta. El gesto, tan casual e íntimo, hizo que mi boca se secara. Caminó hacia una barra de bar iluminada y se sirvió un vaso de agua con hielo.
—Ven aquí —ordenó.
Me acerqué, pero mantuve la distancia. Me apoyé en la isla de mármol negro de la cocina, cruzando los brazos.
—Vamos a establecer las reglas de nuestra... convivencia —dijo él, dejando el vaso sobre la mesa con un clac suave—. Si vamos a vivir juntos tres meses, necesito que entiendas cómo funciona mi mundo.
—Soy toda oídos —repliqué con sarcasmo.
—Regla número uno: Nunca me preguntes sobre mis negocios. Si llego tarde, si tengo sangre en la camisa o si desaparezco por dos días, tú no has visto nada. Tu seguridad depende de tu ignorancia.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Hablaba en serio.
—Entendido. No quiero saber nada de tus actividades criminales de todos modos.
Él sonrió de medio lado, ignorando mi insulto.
—Regla número dos: En público, somos la pareja perfecta. Me tocas, me sonríes, y si te beso, me devuelves el beso. Sin dudar. Sin rigidez. Si mi padre huele miedo o rechazo en ti, el trato se cancela y tu hermano cae.
—Lo de la terraza... —empecé, sintiendo el calor en mis mejillas.
—Fue una demostración. Y funcionó. —Sus ojos se oscurecieron—. Regla número tres: Dentro de este apartamento, no hay puertas cerradas. No soporto los secretos bajo mi propio techo.
Abrí la boca para protestar, indignada, pero él levantó una mano para detenerme.
—Y eso nos lleva a la disposición de esta noche. Sígueme.
Damián caminó por un largo pasillo y entró en una habitación doblemente grande que la sala de estar de mi casa. Era el dormitorio principal. Una cama King Size inmensa, con sábanas grises, dominaba el centro.
Me quedé en el umbral, esperando que me señalara una puerta lateral, un cuarto de invitados, un sofá... cualquier cosa.
Pero Damián se sentó en el borde de esa cama inmensa y comenzó a quitarse los zapatos.
—¿Dónde voy a dormir? —pregunté, mi voz subiendo una octava.
—Aquí —respondió con simpleza, palmeando el colchón a su lado.
Solté una risa histérica.
—Ni hablar. Absolutamente no. Debe haber cinco habitaciones en este lugar, Damián. Voy a dormir en el sofá o en la bañera si es necesario, pero no voy a dormir contigo.
Él suspiró, como si estuviera tratando con una niña berrinchuda. Se puso de pie y caminó hacia mí hasta que tuve que retroceder, chocando contra el marco de la puerta.
—Las otras habitaciones son oficinas o están cerradas con llave por seguridad. Además, el servicio de limpieza llega a las 6:00 a.m. Si ven que mi prometida duerme en el sofá, el rumor llegará a mi padre antes de que yo me tome el café.
—No me importa —siseé—. No voy a compartir cama con el hombre que me está chantajeando.
Damián apoyó una mano en el marco de la puerta, sobre mi cabeza, encerrándome.
—Es una cama de dos metros por dos metros, Aris. Podrías dormir en un borde y yo en el otro y ni siquiera sabríamos que estamos en la misma habitación. —Bajó la cabeza hasta que sus ojos quedaron a la altura de los míos—. A menos, claro, que tengas miedo de no poder controlar tus manos si me tienes cerca.
La indignación me quemó por dentro. Era una trampa. Estaba retando mi orgullo.
—No te tengo miedo, Kova. Y definitivamente no te deseo.
—Entonces demuéstralo.
Se apartó y caminó hacia su vestidor. Regresó un momento después y me lanzó una camiseta negra de algodón suave.
—Ponte esto. No quiero que arrugues el vestido, es una reliquia. El baño está ahí. —Señaló una puerta de cristal esmerilado.
Agarré la camiseta con furia y me encerré en el baño. Mis manos temblaban mientras me quitaba el vestido azul y me ponía su ropa. La camiseta me llegaba a medio muslo y olía a detergente caro y a él. Me sentía ridículamente pequeña y vulnerable.
Cuando salí, Damián ya estaba en la cama.
Solo llevaba unos pantalones de pijama grises que colgaban bajos en sus caderas. Su torso estaba desnudo. Me quedé helada. Sabía que hacía ejercicio, pero verlo así era otra cosa. Tenía el pecho definido, marcado por un par de cicatrices pálidas en las costillas, y un tatuaje de tinta negra que subía desde su cadera y desaparecía bajo la pretina del pantalón.