La luz del sol me golpeó en la cara como una bofetada. Gemí y traté de rodar hacia el otro lado, buscando el calor de las sábanas, pero mi mano chocó contra algo duro y cálido.
Un pecho.
Abrí los ojos de golpe.
Estaba prácticamente encima de Damián. En algún momento de la noche, mi cuerpo había traicionado mi mente y había migrado desde el borde helado de la cama hacia el centro, buscando su calor corporal. Mi pierna estaba entrelazada con la suya y mi cabeza descansaba peligrosamente cerca de su hombro.
Él estaba profundamente dormido, con un brazo doblado bajo la cabeza. Su respiración era lenta y rítmica. Sin la mirada de hielo y la arrogancia despierta, parecía... casi humano. Las pestañas oscuras descansaban sobre sus pómulos y su boca estaba relajada.
Me aparté como si me quemara, rodando hacia el borde hasta casi caer al suelo. Mi corazón latía a mil por hora.
—Mierda —susurré.
Me levanté de la cama con cuidado, alisando la enorme camiseta negra que me llegaba a los muslos. Me sentía ridícula, con el cabello hecho un nido de pájaros y oliendo a él.
Salí de la habitación de puntillas y fui a la cocina. Necesitaba café. Mucho café. La cocina era una nave espacial de acero inoxidable. Encontré una cafetera que parecía costar más que mi matrícula universitaria y, tras luchar con varios botones, logré que saliera un líquido negro y humeante.
Me apoyé en la isla de mármol, tomando un sorbo y mirando la ciudad a través de los ventanales. Eran las 8:00 a.m.
—Sobreviví a la primera noche —murmuré para mí misma.
En ese momento, un sonido agudo rompió el silencio.
Ding.
El ascensor privado.
Me congelé. Damián había dicho que nadie subía sin código. ¿Iván trayendo mis cosas?
Las puertas de metal se deslrieron y no apareció el gigantesco guardaespaldas.
En su lugar, apareció una mujer. Y no cualquier mujer. Era una visión de alta costura: un abrigo de piel blanca, tacones rojos de aguja que repiquetearon contra el suelo de madera, y una melena rubia platino perfectamente peinada.
Ella entró como si fuera la dueña del lugar, quitándose unas gafas de sol oscuras. Se detuvo en seco al verme.
Sus ojos, de un azul gélido, me escanearon de arriba a abajo con una mueca de disgusto absoluto. Se detuvo en mis pies descalzos y subió lentamente hasta la camiseta negra que me quedaba enorme.
—¿Quién diablos eres tú? —preguntó. Su voz era chillona, exigente. —¿La nueva chica de la limpieza se quedó a dormir? El servicio doméstico ha decaído mucho.
Apreté la taza de café con fuerza.
—No soy la chica de la limpieza —dije, tratando de sonar más segura de lo que me sentía.
La mujer soltó una risa burlona y caminó hacia mí, invadiendo mi espacio personal. Olía a perfume Chanel excesivo.
—¿Entonces qué eres? ¿Una aventura de una noche? Cariño, Damián suele echarlas antes del desayuno. —Me miró con lástima fingida—. Hazte un favor, toma tu dinero de la mesita de noche y lárgate antes de que te humilles más. Soy Vanessa. Su novia. Bueno... su verdadera compañera. Tenemos historia.
Vanessa. Había oído rumores sobre ella en las revistas. Hija de un petrolero, caprichosa y, según decían, la única mujer que Damián había tolerado por más de dos meses.
—Corrección —dije, irguiéndome todo lo que mi metro sesenta y cinco me permitía—. Soy su prometida.
Vanessa parpadeó. Una, dos veces. Su rostro perfecto se contorsionó en una máscara de furia.
—¿Qué? Eso es mentira. Damián nunca se casaría. Y menos con... esto. —Señaló mi cabello despeinado y la camiseta arrugada—. ¿De qué basurero te sacó?
Antes de que pudiera responder, o lanzarle el café caliente (lo cual estaba considerando seriamente), una voz grave y ronca resonó desde el pasillo.
—Vanessa.
Ambas nos giramos.
Damián estaba allí. Acababa de salir de la ducha. Tenía una toalla blanca enrollada bajo en la cintura y el cabello mojado goteando agua sobre sus pectorales definidos. La imagen era tan potente que hasta Vanessa se quedó momentáneamente muda.
Él no la miró a ella. Me miró a mí. Sus ojos evaluaron la situación en un segundo: mi postura defensiva, la intrusa, la tensión en el aire.
Caminó hacia nosotras con paso perezoso pero depredador. Pasó de largo a Vanessa como si fuera un mueble y se detuvo a mi lado.
—¿Hay café para mí, amor? —preguntó, con una suavidad que me descolocó.
Me quitó la taza de las manos y le dio un sorbo, justo donde yo había puesto los labios. Luego, pasó un brazo por mi cintura, pegándome a su cuerpo desnudo y húmedo. El contacto de su piel fría contra mi brazo me hizo estremecer.
—Damián, ¿qué significa esto? —chilló Vanessa, recuperando el habla—. ¿Esta... niña dice que es tu prometida? ¡Salió en las noticias esta mañana pero pensé que era una broma!
Damián levantó la vista hacia ella, su expresión cambiando de la falsa calidez a un aburrimiento letal.
—¿Desde cuándo tengo yo sentido del humor, Vanessa?
—¡Pero nosotros estábamos juntos apenas hace tres meses! —protestó ella, dando un zapatazo—. ¡Tú me dijiste que no querías nada serio! ¿Y ahora te casas con esta mosquita muerta? ¡Mírala! ¡Lleva puesta tu ropa!
Vanessa señaló la camiseta con un dedo acusador, con las uñas pintadas de rojo sangre.
—Esa es mi camiseta favorita de Guns N' Roses. Yo te la regalé en tu cumpleaños.
Sentí que la cara me ardía. ¿Llevaba puesta la camiseta que le había regalado su ex? Quise arrancármela allí mismo.
Damián bajó la mirada hacia mí. Una pequeña sonrisa maliciosa curvó sus labios. Apretó mi cintura un poco más fuerte.
—Le queda mejor a ella —dijo Damián con calma brutal—. Además, Vanessa, tú y yo terminamos hace meses. El hecho de que sigas usando el código de emergencia del ascensor es un descuido que solucionaré hoy mismo.