El coche no se detuvo frente a ningún restaurante. En su lugar, Damián condujo hacia el Distrito Diamante, una zona de la ciudad donde las aceras estaban calefaccionadas y las tiendas no tenían precios en los escaparates.
Frenó bruscamente frente a una boutique de fachada negra minimalista llamada L’Obscur.
—Bájate —ordenó, apagando el motor.
—¿Qué hacemos aquí? —pregunté, mirando el lugar con recelo. No había maniquíes, solo una puerta de cristal ahumado y un guardia de seguridad que parecía un mercenario.
—Si vas a ser mi esposa, no puedes andar por ahí vestida como una estudiante de primer año que compra en rebajas —dijo, sus ojos recorriendo mis jeans desgastados y mis zapatillas con desaprobación—. Necesitas ropa que diga "no me toques" y "puedo comprar tu vida".
—Me gusta mi ropa —protesté, cruzando los brazos.
Damián se bajó, rodeó el coche y abrió mi puerta. Se inclinó hacia mí, apoyando una mano en el techo y la otra en el respaldo de mi asiento, atrapándome.
—Tu ropa le dice al mundo que eres dulce y accesible. Que tipos como Zian pueden acercarse y tocarte. —Su voz bajó una octava, volviéndose ronca—. A partir de ahora, te vestirás como una reina. Mi reina negra. Y nadie se atreve a tocar a la reina.
Me tendió la mano. La tomé a regañadientes, sintiendo una mezcla de furia y una extraña emoción.
Al entrar, el ambiente cambió. La tienda olía a cuero caro y vainilla negra. No había percheros abarrotados. Solo unas pocas prendas colgadas como obras de arte en rieles de oro.
Tres asistentas aparecieron de la nada, vestidas de negro impoluto. Al ver a Damián, palidecieron ligeramente y bajaron la cabeza.
—Señor Kova. No esperábamos su visita —dijo la encargada, una mujer elegante con gafas de montura gruesa.
—Cierren la tienda —dijo Damián sin mirarla. Caminó hacia un sofá de terciopelo oscuro en el centro del salón y se sentó, abriendo las piernas con esa arrogancia natural que ocupaba todo el espacio—. Quiero exclusividad.
—Por supuesto, señor.
La encargada corrió a cerrar la puerta y girar el cartel. Damián me señaló el centro de la sala, como si fuera una muñeca en exhibición.
—Tráiganle todo lo que tengan en negro, rojo sangre y azul noche. Nada de flores. Nada de pasteles. Quiero seda, encaje y cuero. Y tacones. Altos.
—Damián, esto es ridículo —siseé, acercándome a él—. No soy tu Barbie.
Él me miró desde abajo, sus ojos recorriendo mi cuerpo con una lentitud que me hizo sentir desnuda.
—No eres una Barbie, Aris. Eres un arma. Solo te estoy afilando. Y bueno por supuesto mi "Gatita"
Durante la siguiente hora, las asistentas me trajeron montañas de ropa. Damián rechazaba la mayoría sin siquiera dejarme probarla.
"Muy corto, parece barato".
"Muy tapado, parece una monja".
"Demasiado dulce. Quémalo".
Finalmente, una de las chicas trajo un vestido de noche. Era una pieza de seda negra líquida, con una espalda descubierta vertiginosa y una abertura en la pierna que llegaba casi a la cadera.
Damián asintió una sola vez.
—Ese. Pruébatelo.
Entré al probador, que era más grande que mi dormitorio en la universidad. Me quité mi ropa con manos temblorosas y me deslicé en la seda fría. Se ajustaba a mi cuerpo como una segunda piel.
El problema era la cremallera lateral. Se atascó a mitad de camino.
Luché con ella durante un minuto, maldiciendo en voz baja, hasta que la cortina de terciopelo se abrió de golpe.
Di un grito ahogado y me cubrí el pecho con los brazos.
Damián entró en el probador y cerró la cortina tras de sí. El espacio se redujo instantáneamente. Éramos solo él, yo y los espejos de tres cuerpos que nos reflejaban desde todos los ángulos.
—¡No puedes entrar aquí! —exclamé, retrocediendo hasta chocar contra el espejo.
—Te estabas tardando —dijo él con calma. Sus ojos se clavaron en mi reflejo.
Se acercó lentamente y se colocó detrás de mí. No me tocó al principio. Solo se quedó allí, su figura oscura y poderosa cerniéndose sobre la mía, dominando el espejo.
—Baja los brazos, Aris. Quiero ver.
—La cremallera está atascada —murmuré, sintiendo que el corazón me iba a estallar.
Damián apartó mis manos con suavidad pero con firmeza. Sus dedos rozaron mi piel desnuda en la espalda y un escalofrío eléctrico me recorrió la columna vertebral.
—No está atascada —susurró cerca de mi oído—. Solo necesitas manos firmes.
Con una lentitud tortuosa, subió la cremallera. Sus nudillos rozaron mis costillas, subiendo centímetro a centímetro hasta cerrar el vestido. Pero no se alejó.
Puso ambas manos sobre mis hombros desnudos y me miró a los ojos a través del espejo.
—Mira —ordenó.
Obedecí. La chica del espejo no parecía la estudiante asustada de esta mañana. El vestido negro la hacía parecer mayor, peligrosa, inalcanzable. La tela oscura contrastaba con mi piel pálida. Parecía... poderosa.
—¿Ves lo que yo veo? —preguntó Damián, su voz ronca vibrando contra mi espalda.
—Veo a alguien que no conozco —admití.
Damián deslizó una mano desde mi hombro hasta mi cuello, rodeándolo suavemente. No apretó, pero el gesto era posesivo. Su pulgar acarició mi pulso, que latía desbocado.
—Ves a la mujer que va a poner de rodillas a esta ciudad. Y lo más importante... —Se inclinó y besó el punto sensible justo debajo de mi oreja, enviando una descarga de calor directo a mi vientre—. Ves a la mujer que me pertenece.
Mi respiración se entrecortó.
—Damián... esto es solo un juego para ti.
Él levantó la vista y nuestros ojos se encontraron en el espejo. Había oscuridad en su mirada, un hambre que iba más allá del deseo físico.
—No hay nada de juego en esto, Aris. Estoy invirtiendo en ti. Estoy marcando mi territorio. Porque cuando te vean con este vestido, quiero que cada hombre en la sala sepa que si se atreven a mirarte más de dos segundos, tendrán que responder ante mí.